jueves, 7 de febrero de 2008

A veces llegan cartas (3)

Hace un año yo estaba ilusionado. Ilusionado con una persona que era el Amor. Un Amor que era mágico. Un Amor que llegó con una sola mirada. Un Amor que era humano que se sentía divino. Un Amor que se marchitó de a poquitos y yo dejaba que se marchitara porque me cansé de la lucha por los momentos, por los abrazos, por las caricias (especialmente las del alma). Era un ser humano, demasiado humano, que me pedía a gritos un minuto de cariño y yo le daba horas que no eran entendidas. Un ser que me amaba a su manera, pero no era la manera que yo quería y soñaba desde que estrené el Alma. Ese Amor era tan joven, tan tierno, tan inexperto (¿quién tiene experiencia en estas lides?) y a la vez tan sufrido, con tanto dolor en su corazón, que no podía más que exigir atención al ciento por ciento.

Fue tan vital para mí que su dolor era el mío. Que podía hacerme sufrir con su sufrimiento, que me bastaba una mirada suya a treinta metros de distancia para comprender que estaba a punto de huir del mundo y de la Vida. Mi tarea, que no fue asignada por nadie o quizás por la Vida misma, era procurar que continuara viviendo, aunque fuese con dolor, para que comprendiera que esos son requisitos indispensables para crecer y madurar.

Muchas veces me cansé de reproches, reclamos, rechazos y malos entendidos, de explicaciones no pedidas y culpabilidades injustas. Muchas veces huí. Muchas noches lloré amargamente por lo que no me daban o no entendía por qué me lo negaban. Y de repente opté por el silencio. Por ese ostracismo que duele en el alma -más en la de quien la da que en la de quien recibe-. Pero se limitó sólo al silencio. Porque sus ojos estaban allí, al alcance, hablando, sintiéndose observados, queridos, deseados. Su figura se me atravesaba cada mañana. Sus palabras llegaban a mis oídos como dulces saetas. Sus deseos para un buen día, que llegaron en su mano una mañana de febrero no recibieron respuesta aunque en el corazón quisiera contestar con un inolvidable beso en el fondo de su Alma.

(...) Me bastaron uns días para reconocer que lo amo tanto que, aún sabiendo que podría hacerme daño, respondí a su llamado. Me saltó el corazón cuando su voz estaba al teléfono. Acepté sus halagos. Acepté sus palabras. Acepté su compañía.

Hoy está triste. No tiene la depresión de otros días cuando la Muerte le arrebató la esperanza en un mundo amoroso mejor. Quizás entonces yo no supe entenderlo, pero juro que traté por todos los medios de hacerle feliz, de ser el olvido que necesitaba su corazón, de ser quien pudiera amarle como merece su ser espiritual. Pero hoy está otra vez aquí. Estamos llenos de confusión. No sabemos comprender qué nos pasa cuando nos acercamos los cuerpos tanto como para sentir la temperatura del otro. No sabemos por qué no rechazamos los cariñitos ("que siempre me han parecido una mariconez"). No sé por qué acepto y entiendo que tenga otro compañero. Entiendo que me duela que le haga daño (más moral que físico) pero no me alegra que su relación se deteriore. No quiero estar en medio, pero no me muevo ni un milímetro de ahí. Me asustan sus miedos. Me asusta que no tenga respuestas para mí. Me asusta que recurra a mis palabras y a mis brazos y no poder hacerle sentir cuánto quisiera que fuese solamente para mí. Me asusta la incertidumbre de que podamos dañarnos en vez de crecer juntos. Me asusta no ser el hombre que le haga sentirse amado, deseado y querido como ningún otro en el mundo. Me asustan sus miedos y, sobre todo, los míos.

Como quisiera estar libre de prejuicios, ignorante de las opiniones de los demás. Dispuesto a darle todo: Decidido a entregarme sin dudas a ese ser que me abraza y me abrasa el alma con cada gesto, con cada palabra, con cada mirada. Qué tan rico fuera que pudiéramos hablar con el corazón despojado de las amargas experiencias de su pasado, de mi pasado y de nuestro pasado, para que fuésemos dos solos, rodeados de océanos de gente y de circunstancias que no pudieran tocarnos. Que simplemente estuviésemos ahí, dueños del mundo, y dueños el uno del otro, para que nada ni nadie pudiese ponernos reglas. Que el Amor, sí, ese Eros que ató a Adriano y a Antínoo, fuese el mismo que nos atara para siempre y fuésemos los dioses a los que se les erigen estatuas y ciudades para eterna memoria.

Puede parecer absurdo para quienes conocen los detalles de esta historia, que yo pretenda revivirla a pesar de todo y de todos. Pero no me importa. No me importa porque me hace sentir más vivo, con más capacidad en los pulmones y en la mente, con más energía para comenzar de nuevo. No me gustan los estados de ansiedad, pero este lo estoy disfrutando. Dicen que mañana se acaba el mundo: ¡Bah! ¡Basura! El mundo se acaba cuando se nos acaba el Amor. Y yo lo tengo guardado. O sea que no me puedo morir.

Si volvió... ¿era mío?



Medellín, 1o de agosto de 1999.
7:05 p.m.

2 comentarios:

  1. me encantó... sobre manera...
    sobre todo aquello de "Como quisiera estar libre de prejuicios, ignorante de las opiniones de los demás"...
    cuantas veces la necesidad de ser ignorantes impera sobre todo lo que conocemos... cuantas veces simplemente quisieramos ser la hoja en el viento!
    besos desde mi lejana galaxia

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  2. Hombre gracias por ese comment tan lindo.
    El Amor hay que tomarlo sin volar muy alto y sin mucho pesimismo... una buena carta de amor lo hace a uno volar, el dilema es aterrizar o, el costalazo.

    Abrazos mi mago

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