martes, 30 de noviembre de 2021

Tu otoño brilla (por Irene Vallejo)

Tu hijo imagina el tiempo como una carretera de doble sentido. Mamá, dice, jugaremos juntos cuando seas pequeña. Hace planes para tu niñez convencido de que alguna vez en la vida volverás a la infancia. Igual que él, las leyendas antiguas fantaseaban con escapar al flujo irreversible de los años: el sueño de ser jóvenes de nuevo es muy viejo. El preste Juan, legendario viajero, aseguró que quien se bañase en la fuente de la juventud retornaría a la edad ideal de treinta y dos años. Se dice que otro Juan, Ponce de León, buscó en vano el famoso manantial en Florida, península convertida hoy —irónicamente— en retiro dorado para jubilados. En China, los cuentos populares describían las Tierras de la Inmortalidad, pobladas por gentes que nunca envejecían ni morían. El emperador Qin Shi Huang envió a un alquimista con un séquito de tres mil soldados para descubrir el elixir. Jamás regresaron. 

También los antiguos griegos estaban obsesionados con la juventud perpetua y la vida eterna, pero eran muy conscientes del peligro que entrañaba esa aparente bendición. Los Himnos homéricos narran la conmovedora historia de Titono, un troyano que enamoró a Eos, diosa de la aurora. Incapaz de aceptar que un día su amado moriría, suplicó a Zeus la inmortalidad para Titono. Sin embargo, atolondrada, olvidó pedir explícitamente que no envejeciera. Mientras Eos permanecía siempre idéntica, dormía junto a un amante cada noche más decrépito, y acabó encerrándolo con llave tras unas puertas doradas. Allí, Titono se arrugó y menguó hasta convertirse en una cigarra cuyo monótono canto es la súplica de morir. A partir de esta leyenda, los modernos gerontólogos han acuñado “el dilema de Titono”: puesto que las células humanas están programadas para deteriorarse, no es sensato alargar la duración de nuestra vida sin cuidar del buen vivir. 


En la estela de Eos, nuestro mundo oculta la vejez bajo siete cerrojos. Temerosos de mencionar lo innombrable, el lenguaje fabrica eufemismos insólitos como “cremas antiedad” o personas “de cierta edad”, en una extravagante aplicación del principio de incertidumbre. La publicidad nos martillea con mensajes de rebeldía y hedonismo siempre juvenil: sé auténtico, pero sin arrugas. Obsesionados por un ideal irrealizable, olvidamos que la perfección es una cualidad de los objetos, nunca de las personas. En latín, “perfecto” significa “terminado y pulido”, es decir, algo finalizado, intachable, expuesto en una vitrina, pero en la parálisis de lo intocable. Hablar de cuerpos perfectos es una paradoja y, tal vez, lo opuesto al deseo, siempre hambriento de acción y roce tempestuoso. En la Antología palatina, una variada colección de versos griegos recopilados hace más de un milenio, los poemas anhelan la belleza viva de la imperfección.Aun vestida de arrugas, querida Filina, eres más hermosa que las jóvenes —escribe un poeta del siglo VI—. No me atrae la juventud, tu otoño brilla más que una mortal primavera y tu invierno es más cálido que el sol del verano. Otro escritor dice de su amada Melita: “Han pasado muchos años, pero no su risa aniñada. Los estragos del tiempo no alcanzan a rendirla”. 

Nuestra mirada está infectada por ese afán de perfección que, como una epidemia, contagia la obsesión por adelgazar, estirar y rejuvenecer los cuerpos. A finales de los setenta, antes de la revolución digital y las pulidas imágenes de las redes, la película La fuga de Logan, de Michael Anderson, profetizó esta obsesión por eliminar las huellas del tiempo. En su estilo naif e ingenuo —canto del cisne de la antigua ciencia ficción—, retrató un mundo de personas aparentemente felices que cultivan una belleza en serie mediante operaciones estéticas instantáneas. Esa vida de hedonismo juvenil tiene un precio: a los treinta años, todos deben morir. En ese mundo desquiciado y superficial, donde la experiencia ha sido borrada, el protagonista huye en pos del privilegio de envejecer. Hay algo heroico en quien hoy luce con orgullo las canas, las arrugas, los achaques, las varices, los signos y los surcos de la vida: saben que el peso de las horas vale oro. 



https://www.milenio.com/cultura/laberinto/tu-otono-brilla-por-irene-vallejo

lunes, 29 de noviembre de 2021

Confesiones

Yo te estaba esperando.

Más allá del invierno, en el cincuenta y ocho,

de la letra sin pulso y el verano

de mi primera carta,

por los pasillos lentos y el examen,

a través de los libros, de las tardes de fútbol,

de la flor que no quiso convertirse en almohada,

más allá del muchacho obligado a la luna,

por debajo de todo lo que amé,

yo te estaba esperando.


Yo te estoy esperando.

Por detrás de las noches y las calles,

de las hojas pisadas

y de las obras públicas

y de los comentarios de la gente,

por encima de todo lo que soy,

de algunos restaurantes a los que ya no vamos,

con más prisa que el tiempo que me huye,

más cerca de la luz y de la tierra,

yo te estoy esperando.



Y seguiré esperando.

Como los amarillos del otoño,

todavía palabra de amor ante el silencio,

cuando la piel se apague,

cuando el amor se abrace con la muerte

y se pongan más serias nuestras fotografías,

sobre el acantilado del recuerdo,

después que mi memoria se convierta en arena,

por detrás de la última mentira,

yo seguiré esperando.


Luis García Montero

La ausencia es una forma de invierno

Como el cuerpo de un hombre

derrotado en la nieve,

con ese mismo invierno que hiela

las canciones

cuando la tarde cae en la radio de

un coche,

como los telegramas, como la voz

herida

que cruza los teléfonos nocturnos

igual que un faro cruza

por la melancolía de las barcas

en tierra,

como las dudas y las certidumbres,

como mi silueta en la ventana,

así duele una noche,

con ese mismo invierno de cuando

tú me faltas,

con esa misma nieve que me ha

dejado en blanco,

pues todo se me olvida

si tengo que aprender a recordarte


(Del poeta, narrador y ensayista Luis García Montero (1958), dedicado a su esposa, la escritora Almudena Grandes, quien falleció este sábado a causa de un cáncer.)

martes, 23 de noviembre de 2021

Mi abuela


 

MI ABUELA

Fue la hija de un mal hombre

Y de una mujer de su tiempo

Que nacieron hace dos siglos.

Fue la madre prematura

De todos sus hermanos y hermanas.

Fue el  abrigo, el verso, el pan, la gafa oscura.

Fue el brasero y la lazada a la espalda

Del delantal más pequeño.

 

Fue la vecina de alegre metro y medio

Que regalaba sardinas y vendía coplas al peso.

Fue la mujer de mi abuelo y la madre de tres hijos,

Cada uno en su estante:

Tú el mayor,

Tú la chica,

Tú el del medio.

Estas cosas fue, entre otras muchas,

Antes de llegar a ser mi abuela.

 

Dejó el pueblo y Madrid se enamoró de ella pronto:

Fue un amor correspondido.

Y mi abuela volvió a ser el pan recién hecho,

El verso de rima consonante,

El arrullar de goles en el transistor,

El abrigo de paño inagotable.

 

Mi abuela fue la palabra

Y unos pies minúsculos a rastras por el pasillo.

Mi abuela fue la palabra y la lumbre y la lana.

Mi abuela fue la silla al fresco en la calle de La Virgen.

Mi abuela fue la zarzuela, la risa,

Su mano, arrugada y suave,

Acomodando hacia atrás su pelo.

Mi abuela fue la palabra

Y su caminar a oscuras con el brazo asido a la espalda.

 

Mi abuela fue la palabra,

La misma que le robaron sus últimos días

Porque ya no le quedaban más

Porque yo creo,

Yo creo que debió decirlas todas.

 

Yo iba a verla los lunes

Y el domingo se nos incendió el calendario.

Yo iba a verla los lunes

Y se me derrumbó la semana encima de los ojos.

 

Mi abuela siempre fue la palabra

Y yo no quiero dejar de usarla

Para decir que desde entonces,

Desde entonces

Me sobran todos los lunes

Y me falta la palabra de mi abuela.

 

Del libro El vals de la ira

Bea y María.

Nosotras.