viernes, 19 de junio de 2020

Lo Feo de Medellín (Voy a hablar mal de mi marido y ¡Ay del que me ayude!)

Por: Clarita Gómez de Melo (psiconalista y columnista del diario El Tiempo). 

En el debate Lo bueno, la malo y lo feo de Medellín, convocado por la Revista La Hoja. el 21 de abril de 2002. Lo triste es que no pierde vigencia


Comienzo diciendo que soy paisa. Claro que vivo en Bogotá, pero es que nadie es perfecto! Soy psicoanalista y ese era un trabajo difícil en Medellín, pues aquí gustaba mucho más la confesión, pues es gratis y enciman el cielo. Y en Antioquia corren para donde haya rebajas y den ñapas. Las señoras nunca se realizan más que en una "realización" y le piden rebaja a un termómetro.

Para hablar de lo feo habrían sido mejores Tola y Maruja, que son tan buenos, tan agudos, tan ingeniosos, que no parecen paisas. Es cierto que los antioqueños nos reímos fácilmente, pero tal vez por eso ha sido poco el esfuerzo en este campo. Los chistes antioqueños son burdos, simples, sin ingenio. Buscan hacer reír con la vulgaridad, la palabra fea, la ordinariez. Fuera de esto, el humor local se distingue por la vitalidad de frases hechas y refranes. No se espera de un paisa que haga un buen chiste en la conversación, que sea ingenioso. Lo que se espera es que repita con oportunidad los chistes y refranes que ha oído y, sobre todo, las exageraciones. El chistoso es el que repite y se sabe muchos de estos dichos, casi todos españoles. El único refrán que es con seguridad invento local es "antioqueño no se vara".

Uno de los rasgos más feos es el racismo, suave y un poco vergonzante, pero real. Las abuelas y mamás siempre preguntan por el color del novio. Los refranes son claros: "Negro con saco, se pierde el negro y se pierde el saco", "Negro que no la hace a la entrada la hace a la salida". En Carrasquilla se dice: "Los negros a la cocina y los blancos a la tarima", "negro no la hace limpia". La copla popular, que reitera el desprecio a los negros, musita por excepción alguna respuesta: "Si vieres comer a un blanco / de algún negro en compañía / o el blanco le debe al negro / o es del negro la comida". Aunque aquí los insultos, a diferencia de Bogotá, son con negro y no con indio, estos no se escaparon, y quedan algunos refranes, aunque han perdido su connotación peyorativa: "Indio comido, indio ido".

Aquí se habla desde hace mucho tiempo de la raza antioqueña. Nadie habla de la bogotana o caleña o santandereana o colombiana, pues eso no existe, como no existe antioqueña. Somos hijos del mestizaje y son tan antioqueños los monos de Marinilla como los negros de Remedios o los mestizos más o menos aindiados de Frontino o Urrao. Pero el mito de la raza antioqueña pretende que el valor de lo antioqueño surge de que somos todos como los ricos de Rionegro o Medellín, que eran un poco más blancos que los demás, y que viene en la sangre. No sabemos en qué sangre, pues unos dicen que somos vascos, otros que judíos y los historiadores alegan que el mestizaje antioqueño no es muy distinto al de Colombia o América Española, que mezcló andaluces y castellanos primero y luego añadió a los vascos.

A la idea de raza se añadió el cuento de la antioqueñidad , que es un reguero de lugares comunes que hacen del paisa una caricatura. Esa antioqueñidad está hecha de lo pintoresco, de folclor convencional, de exaltación del carriel, de la música más pobre de la tradición popular, de comida típica, de aguardiente (para mejorar las rentas de la Licorera, que ayuda a los políticos que promueven la antioqueñidad), de la idea de que somos muy especiales en costumbres, que son casi siempre importadas o comunes a muchos otros países. 

Por ejemplo, el carriel fue una bolsita de los mineros ingleses (carry all). La bandeja paisa, que se llama así hace poco (en El testamento del paisa, que es de 1961, lo llaman dizque "almuerzo de maromero"), la encuentro descrita así: "el plato nacional está compuesto por arroz, carne desmechada y caraota" y con plátano maduro frito al lado se llama "pabellón con baranda": es el plato nacional de Venezuela, y con el nombre de casado es el plato nacional de Costa Rica. El "oloroso tamal" de Juan José Botero es plato nacional en Venezuela, México y Costa Rica, que yo sepa, y los venezolanos están seguros de que inventaron la arepa.


La cultura de la antioqueñidad es más bien rara. Antes de los narcos, aquí había una más bien austera, la ostentación y el derroche eran mal vistos, mirábamos al mundo, queríamos aprender de los demás. Los narcos nos enseñaron las virtudes del derroche, la parranda escandalosa, la generosidad ostentosa. Hoy ya no pesan tanto, pero nos dejaron su herencia: lo que cuenta es la rumba y para las autoridades son más importantes la fiesta y la feria que parar la violencia o mejorar la educación. Aquí ponen una bomba y la televisión se llena de invitaciones a tomar aguardiente a mitad de precio el día siguiente: ya ni siquiera les hacemos el duelo a los muertos.

Una de las cosas más feas ha sido el "hacha que mis mayores...", la cual, según Efe Gómez, era lo más destructivo: "El hacha del antioqueño y el caballo de Atila serán en adelante en la historia los símbolos definitivos de la desolación; con la sola diferencia de que Atila asolaba para saquear y los antioqueños para sembrar maíz. Y saquear ha continuado siendo un magnífico negocio, en tanto que sembrar maíz no ha dado nunca los gastos".

Cada vez los paisas se miran más el ombligo. Es un problema de inseguridad. Toda ciudad, toda región, todo país, tiene cosas buenas y malas. Hay rasgos, desde el siglo XIX, que pueden ser feos. La gana de plata era para unos excesiva, aunque para otros era una forma de la virtud del trabajo y del deseo de progresar, y algo democrático: una sociedad sin aristocracia donde la plata igualaba. Un viajero francés, Saffray, escribió hace 150 años: "El dinero es lo único que da a cada cual su valor. El muletero enriquecido llega a ser don Fulano de Tal; y si pierde su fortuna no ha de imponerse privaciones para conservar su rango adquirido por casualidad; vuelve a vestir su antiguo traje... El único término de comparación es el dinero: un hombre se enriquece por la usura, los fraudes comerciales, la fabricación de moneda falsa u otros medios por el estilo, y se dice de él es muy ingenioso!". Hace diez años, en todas partes decían que un refrán local era "haga plata, mijo. Si puede, honradamente. Pero si no, haga plata, mijo". Hacer plata sí ha sido una obsesión local, y muchas cosas buenas se sacrificaron por la plata. Medellín, que tiene sitios tan bonitos, pero tanta zona feísima, es pobre en espacios públicos, en parques, en hitos urbanos. Aquí todo se tumbó para hacer lo nuevo encima: no quedó ciudad colonial, no quedó ciudad del siglo XIX. Pavimentamos el río que cruzaba la ciudad vieja, la quebrada Santa Elena, pero seguimos llamando al cemento La Playa. 

Y por la plata (no sé si para hacerla o robarla) se hizo el adefesio del Metro por el Parque de Berrío, que convirtió a la Gobernación en un orinal y a la Candelaria, en una iglesita de pesebre: el altar es la estación. Ni en Estados Unidos, adoradores del becerro de oro, son capaces de poner una estación que tape el Capitolio. Aquí no solo se adora el becerro de oro: lo ordeñan pa vender la leche!.


La falda de la mamá.

Frente a las cosas feas, la reacción es asumirlas como si fueran una maravilla. Le cantamos al hacha con entusiasmo, cada que entonamos, con entusiasmo que comparto, el himno antioqueño. Creemos que Medellín, después de ese machetazo a la Avenida Oriental, después del Metro por el centro, es la ciudad más hermosa del planeta. Antes creíamos que tenía la catedral más grande del mundo, "de ladrillo cocido". Tenemos que exagerar para sentirnos tranquilos. Nos sentimos chiquiticos si no decimos que somos los mejores y más ingeniosos del mundo, los más madrugadores y trabajadores, los del ritmo paisa -que solo sirve para levantarse temprano, porque para bailar no: los antioqueños hemos sido, aunque cada vez menos, muy reprimidos a nivel pélvico. Aquí las cosas ya no son muy buenas o bonitas, sino "demasiado buenas" o "demasiado bonitas". En la Gobernación, el ascensor que lleva a la oficina del Gobernador tiene un letrero que advierte: "Este ascensor es demasiado seguro". La exageración tiene cierto dejo trágico: de lo mejor se dice que es "horrible de bueno".


No quiero ejercer de psicoanalista, pero a los paisas les resulta difícil bajarse de la falda de la mama. Muchos de los asesinatos de los adolescentes, según dicen, eran para llevarle nevera a la cucha. A ningún hombre le saben los frisoles o la arepa de la señora como los de la mamá. Y las mamás son expertas en crearles culpa a sus crías, que siguen pegadas a la teta. Claro que otro cambio que debemos a ese cataclismo cultural de la plata de la droga, es que ya no nos gusta la belleza natural de las mujeres, sino la de silicona. Quién sabe cómo será el complejo de Edipo de estos muchachos de ahora, a los que la leche les debe saber a plástico. Porque Medellín se está volviendo la capital de la silicona.

El poder de la mamá puede tener relación con el que tuvo la Iglesia, y que fue bastante maluco: en Antioquia estaba prohibido bailar, ponerse suéter, leer El Espectador y El Tiempo, ser liberal, separarse. A quien desobedecía a Monseñor Salazar y Herrera, Monseñor Caycedo o Monseñor Builes, lo "pulpitiaban", y si una mujer se separaba la declaraban "mujer infame". Con tanta represión el desquite fue total: la sexualidad se soltó y el demonio, que antes se quedaba en Puerto Berrío, se apoderó de los paisas. La gente dejó de hacer caso a la religión y a los mandamientos, y las acciones de la Iglesia se desvalorizaron. Fue tal la crisis, o el influjo de Satanás, o el gusto por la plata, que la Arquidiócesis convirtió el Seminario en Centro Comercial. A los paisas los cuidaban la Iglesia, la mamá y El Colombiano. De esta santísima trinidad solo está firme El Colombiano, porque lo que es a la Iglesia y a las mamás ya pocos les comen cuento.

Tampoco me parece bonito ese acento exagerado, esas ganas de mostrar que somos ordinarios. Ni los nombres que les gustaban a los papás paisas: que dizque Clara Victoria o Nicanor! Y eso que no nos tocó la hora de la verdadera antioqueñidad, la de los John, William, Morgan Echavarría y los Orson Vélez. Quizás lo más feo es que queremos ser tribu. En cualquier parte hay gente de todas clases. Buenos y pícaros; gente simpática y antipática; generosa y amarrada. Pero aquí exigimos que nos juzguen en bloque, que hablen de "los paisas" o de "los antioqueños". Y reivindicamos solo la parte buena de la tribu: son antioqueños los deportistas que ganan, los políticos que triunfan, los empresarios exitosos, pero no los desempleados, ni los pobres o los negros, ni los empleados corruptos, ni los delincuentes, ni las putas.
Y después de enumerar lo bueno inflamos pecho con lo que algunos hacen. Vivimos de la gloria de Botero o sentimos que Juanes debe sus éxitos a algo que también hice yo. Y lo que nos emociona es que les paren bolas en Miami o Nueva York.

Estos orgullos vicarios tienen un problema: la misma tribu ha hecho aportes tan importantes a la vida nacional como Pablo Escobar, Carlos Castaño o Pedro Antonio Marín. Somos muy ingeniosos e inventamos cómo volar un avión lleno de pasajeros inocentes, hemos llevado las masacres y el terror a un desarrollo incomparable, con mucha industria y organización. Según esas páginas de dulce melosería que describen a los paisas en Internet, los antioqueños reciben con los brazos abiertos a los extranjeros. Claro!, pero que cuiden la billetera. Somos muy trabajadores, pero, como lo ha escrito Fernando Vallejo, la más trabajadora ha sido la muerte: hemos mandado para el otro lado a casi 100.000 personas en veinte años, más que en la guerra de los Balcanes. ¡Esa sí es gracia!.

El auge del narcotráfico y la violencia nos avergüenzan callada e íntimamente y por eso ahora solo hablamos de cómo somos de buenos, inteligentes, recursivos y pacíficos. "Chicaniando", mostrando la mitad de la moneda. Nos volvimos mentirosos, para engañar a todo el que viene a Medellín y nos acabamos creyendo la mentira. Por eso, no podemos arreglar los problemas que tenemos. Cómo mejorar la educación, si estamos convencidos de que es una maravilla? Cómo resolver el problema de la violencia, si creemos que es igual en todas partes y que es lo mismo en Nueva York o Bogotá, donde también lo matan a uno? Pero no vemos que en Medellín mueren 3.000 personas al año, cuando en Bogotá, que tiene tres veces más habitantes, ya han logrado bajar a menos de 2.000.

Insisto: estoy mirando solo la mitad del problema. Pero me pidieron hablar de lo feo... Habría podido hablar de lo bueno, porque hay muchas cosas buenas entre mis coterráneos, pero esa suerte la tuvo Nicanor Restrepo. Pero lo más feo es que no aguantamos lo que somos, que queremos engañarnos viendo solo la mitad y negando el resto. Tenemos que demostrar que somos grandes.

***

Dentro del debate de La Hoja , después de Clarita Gómez, el empresario Nicanor Restrepo habló de lo bueno y el escritor Alonso Salazar de lo malo. Según la cabeza el Sindicato Antioqueño, fuera del vigor antioqueño, demostrado entre otras cosas por haber sobrevivido la deliciosa y pesada comida local, había que destacar el lenguaje, el sentido de clan y de familia, la montañerada y la vigorosa cultura: Es imposible pensar a Antioquia sin recordar a un León de Greiff, a un Barba y en los poetas modernos a un Darío Jaramillo. Es imposible hablar de nuestra cultura sin mentar a un Carrasquilla, un Efe o un Mejía Vallejo o un Fernando Vallejo .
Alonso Salazar, el autor de No nacimos pa semilla y Pablo Escobar, tras advertir que hablar de lo malo podía obligarlo a vivir por siempre a 2.600 metros más cerca de las estrellas, se refirió a la mentalidad excluyente, el rechazo a las demás culturas, la vanidad ( es más fácil convencer a un católico de que la Virgen no es virgen que a un antioqueño de que no es superior en todo ), la capacidad para elegir malos alcaldes y gobernadores y creer que son los mejores del país, la idea de que el progreso se mide en cemento. Salazar concluyó diciendo: Lo malo de Medellín y Antioquia es que están al garete, sin líderes contundentes que nos ayuden a desatrancarnos y tomar un nuevo y útil papel en el concierto nacional. Pero, en todo caso, no hay nada como Medellín .

domingo, 7 de junio de 2020

Colombita



Autor: Pala
Álbum: Palabras

Quizás una de las mejores descripciones poéticas que he escuchado y leído de mi amada Colombia., "la colombita", de la autoría del antioqueño Carlos Palacio,  considerado por la crítica especializada como uno de los mejores letristas de su género y ganador del Premio Nacional de Música del Ministerio de Cultura

Niña fatal. Adolescente con las medias mal bordadas.
Roto un cristal y manchas rojas salpicando tu fachada.
Mírame aquí, con un dolor de puta enamorada;
Para empezar, para seguir, no sé si matan más tus besos o tu espada.
De cuando en vez, tienes el don de despertarme la esperanza;
Luto al revés y soy un niño adivinando adivinanzas.
Pero al sumar no sé qué pesa más en la balanza:
Si este café que huele a gol o tantos montes de las malaventuranzas.
Tanta postal, tanto papel
Y aún no hay nadie que le escriba al coronel.
Tan pedigrí, tan medieval,
Mi colombita tan monjita y tan sensual.
Tonta genial que vas sonriendo por el borde del abismo.
Santa inmoral, en tus ligueros guardas siempre un catecismo.
Culta y vulgar y diplomada en meimportaunculismo.
Amnesia, ¿quién? Amnesialand, el funeral y el carnaval te dan lo mismo.
Te conocí siempre en tu esquina y con tus dos mares de dudas.
¡ay! ¡colibrí que con un beso me asesina o me desnuda!
Eres mi sol, mi virgencita, mi hospital, mi viuda.
Ponte el rubor, bésame aquí, que hoy no me importa que tus besos sean de Judas. 
Tanta postal, tanto papel
Y aún no hay nadie que le escriba al coronel.
Llueve sudor más que maná,
Mi colombita que me quita y que me da. 
Loca, no más. ¡cómo disfrutas inundando noticieros!
Loca que vas entre tus pablos, tus gabitos, tus boteros.
Loca, mi amor. O ¿quién declara guerras por floreros?
Loca también esta canción que grita igual que te detesto y que te quiero

jueves, 4 de junio de 2020

Un amor del tamaño del mar



Por  Jaime Bayly
Artículo publicado en 2017, pero que no pierde sensibilidad ni actualidad.


La señora que viene los fines de semana a limpiar la casa se llama Lorenza Pastora. Es paraguaya. Habla como paraguaya. Es una delicia escucharla. Tiene un acento musical. No ha cumplido cuarenta años. Tiene apenas treinta y ocho. Lleva diez años viviendo en este país.

Lorenza Pastora dejó a sus dos hijos en Asunción antes de venir a los Estados Unidos. Entonces tenían cinco y tres años. Ahora el muchacho, Isidro Daniel, tiene quince años y la chica, Paula Edith, trece. Lorenza Pastora no los ha visto crecer. Hace diez años que no los ve. No puede verlos porque si regresa a Paraguay, pierde la posibilidad de entrar de nuevo a los Estados Unidos. Hablan por teléfono todos los días. Se ven por Skype. Son chicos buenos, responsables. Sacan buenas notas en el colegio. Su madre está orgullosa de ellos.

Con el dinero que ha podido ahorrar estos últimos diez años trabajando como limpiadora de casas, Lorenza Pastora se ha comprado una casa en el campo, en las afueras de Asunción, con muchos árboles de aguacates. Allí viven su madre y sus dos hijos. Ella todavía no ha conocido esa casa. Su sueño es retirarse en unos años, regresar a Asunción y vivir en esa casa en el campo con su mamá y sus hijos. No está lejos de lograrlo. Va por buen camino.

Cuando le pregunto por sus hijos, se emociona, se le corta la voz, se le humedecen los ojos. Diez años sin verlos es mucho tiempo, demasiado. Está loca por verlos. No sabe qué hacer. Está tramitando su residencia. Mientras no se la concedan, no puede salir de los Estados Unidos. Si viaja al extranjero, no la admitirán de regreso. A veces se entristece, se llena de melancolía, decide que volverá a Paraguay de una buena vez y para siempre. Pero luego hace acopio de valor y perseverancia y se promete trabajar unos años más, hasta que tenga un dinero ahorrado que le permita abrir un negocio allá. No quiere volver a su tierra a pedir trabajo como empleada. Su sueño es abrir un negocio, ser la dueña, la jefa, y no obedecer órdenes de nadie. Yo la animo a que no desmaye y cumpla su sueño. Ella piensa en abrir un negocio simple, una tienda de abarrotes, una bodega, una ferretería. Le pregunto si una peluquería sería una buena idea y me dice que no. Le pregunto si una licorería sería rentable y me dice que seguramente sí, pero ella es una mujer seria, honorable, de convicciones religiosas y valores morales, y no quiere hacer dinero vendiendo cosas que hacen daño, que intoxican, que sacan lo peor de la gente. Admiro su sabiduría. No lee libros de alta literatura, pero me parece que sabe de la vida mucho más que yo. Y su ética de trabajo es, en verdad, asombrosa. Nunca se queja, nunca pide vacaciones, nunca se enferma o indispone, y cuando viene los fines de semana, está siempre atareada, limpiando algo, inventándose un quehacer, una faena, no descansando ni mirando la televisión. Yo no trabajo ni la décima parte de lo que ella trabaja. Yo voy a la televisión, me pintan la cara y hablo. Me pagan por hablar. Eso no es trabajar. También escribo cosas raras, ficciones que no lo parecen. Eso tampoco califica como trabajar. No a mis ojos ni a los de mi madre.

Le digo a Lorenza Pastora que, si ella no puede viajar a Asunción a abrazarse con sus hijos, hay que traerlos a Miami. Me dice que es imposible, que no les darán la visa. Le digo que haré mi mejor esfuerzo y usaré mis contactos e influencias para que les den la visa de turistas. Hablo con un amigo que trabaja en la Casa Blanca. Me sugiere que mande cartas de invitación al consulado de los Estados Unidos en Asunción. Me promete que le enviará un correo al embajador, pidiéndole que nos ayude. Le agradezco de corazón. Escribo una carta, invitando a los hijos de Lorenza Pastora, diciendo que Isidro Daniel y Paula Edith son artistas, escriben música, cantan canciones muy lindas y quieren venir a promocionar el disco que pronto lanzarán al mercado. Todo es mentira. Pero es una mentira piadosa, necesaria para que les den la visa. Digo en la carta que voy a entrevistarlos en mi programa, que voy a pagarles el pasaje aéreo y el hotel, que me hago responsable de que, cumplida la entrevista, no se queden a vivir en los Estados Unidos, excediendo el tiempo límite que les fijen como visitantes. Unas semanas después, los jóvenes llaman a Lorenza Pastora y le cuentan, eufóricos, que les han dado la visa. Lorenza Pastora está emocionada, me abraza, llora, lloramos. Yo soy muy sentimental, muy fácil de llorar. Una madre que no ve a sus hijos hace diez años porque se sacrifica trabajando como una leona para que ellos tengan una mejor futuro, una casa propia, una profesión, es a mis ojos una heroína, una santa, una persona que enriquece al mundo con su contribución generosa, altruista. Necesitamos gente como Lorenza Pastora. Estoy con ella hasta el final. Por eso, apenas nos confirman que les han dado la visa a sus hijos, compro los pasajes. No hay vuelo directo entre Asunción y Miami. Deberán hacer escala en Lima. Volarán en Avianca. Decido comprar los boletos en clase ejecutiva, así los chicos tendrán un viaje de ensueño. Se lo merecen. Lorenza Pastora se lo merece. Y yo tengo la plata para darles ese pequeño gusto. Son los pobres, los desamparados, los desheredados de este mundo quienes deberían viajar en primera clase. Los ricos llevan ya vidas demasiado confortables, no estaría mal que viajasen de vez en cuando en clase turista para recordar que otros viven más apretados e incómodos que ellos.

Le digo a Lorenza Pastora que iremos juntos al aeropuerto de Miami a recibir a sus hijos. Ella no ha dormido en la víspera, no puede creerlo, todo le parece un sueño. El vuelo debe de llegar poco antes de las cuatro de la tarde. Lorenza Pastora viene a mi casa, comemos algo ligero, pasamos por una florería y compramos rosas y orquídeas, luego compro chocolates y vamos al aeropuerto. Mientras los esperamos en el tercer piso, Lorenza Pastora me cuenta que el papá de sus hijos la dejó embarazada dos veces y luego desapareció. No está en la foto, nunca lo estuvo, no colaboró económica ni afectivamente en la crianza ni en la educación de los chicos. Es una historia tantas veces repetida en nuestros países. Le digo que ella es, a un tiempo, una madre y un padre, un gran ejemplo para sus hijos, y que son personas de bien gracias a ella, a su esfuerzo, su tenacidad, su espíritu de lucha. Cuando habla del papá de sus hijos, no siento rencor en sus palabras ni en su mirada. Lorenza Pastora es una mujer hecha de madera noble. No conoce el odio, el resentimiento, el rencor. No piensa que hubiese merecido una vida mejor. Está agradecida por la vida que le ha tocado. Se siente una mujer con suerte, y más aún ahora, a pocos minutos de abrazar a sus hijos, tras diez años sin verlos.

Equipajes
Los chicos aparecen a lo lejos, empujando unos carritos metálicos con maletas abultadas. Isidro Daniel y Paula Edith corren extasiados a abrazar a su madre. Lloran con ella. Le dicen cosas dictadas por el amor más profundo, un amor que nace en esa zona del espíritu que no perecerá, que es inmortal. Se parecen muchísimo a ella. Son gorditos y pecosos como ella. Son buenos, bonachones, querendones, su mirada los delata. Ambos la han sobrepasado en altura, sobre todo él, que es ya un hombre, un muchachón. Los abrazo, les doy las flores. Les digo que su madre es una campeona, que tengo tanta suerte de haberla conocido, que todos quienes la conocemos, la respetamos y admiramos profundamente. Entramos en la camioneta, las grandes maletas apretujadas atrás. Comemos chocolates. Ellos hablan en su lengua pintoresca, musical. Cuentan cómo fue el viaje. Nunca habían viajado en avión. No se dieron cuenta de que iban en clase ejecutiva. Lorenza Pastora y yo nos reímos.

Al llegar a casa de Lorenza Pastora, nos despedimos con un gran abrazo y les dejo a los chicos unos sobres con dólares para que puedan costear sus gastos y comprar regalitos a su madre. Qué lindos chicos, qué humildes, qué tiernos, qué agradecidos con la vida. Le digo a Lorenza Pastora que venga con ellos a la casa el fin de semana. Quiero que mi hija los conozca, los escuche, aprenda a quererlos. Les recuerdo que deben traer traje de baño para meternos en la piscina.

El fin de semana los chicos vienen con Lorenza Pastora a mi casa. Dormirán con su madre, en el cuarto de huéspedes. Hemos puesto dos camas plegables, y es un cuarto grande, de espacios generosos. Han traído ropa de baño. No saben nadar. Por suerte la piscina no es tan honda y tienen piso en una parte de ella. Lorenza Pastora y su hija Paula Edith no se animan a meterse en el agua. Solo el joven Isidro Daniel se da un chapuzón rápido. Luego nos echamos en las tumbonas y hablamos de fútbol, sobre todo de fútbol argentino, del partido increíble que Lanús le volteó a River, mientras Lorenza Pastora y su hija hablan con mi esposa y nuestra hija. Ellos, los visitantes paraguayos, son muy comedidos y solo aceptan agua y helados, no toman vino ni cerveza. Mi mujer toma cerveza, yo, vino helado canadiense.

Más tarde entramos en la casa y, cuando ven el cuarto de música de nuestra hija, los hijos de Lorenza Pastora parecen especialmente felices, sus ojos refulgen de ilusión. De pronto descubro que sienten pasión por la música. Cuando dije que vendrían al programa a cantar y hablar de su nuevo disco, pensé que estaba mintiendo en toda la línea. Pero ahora los chicos me preguntan si pueden cantar dos o tres canciones. Les digo que sí, por supuesto. Paula Edith toca el piano, Isidro Daniel, la guitarra, ambos cantan y Lorenza Pastora, embriagada de amor y ternura y gratitud, me mira y llora y lloramos, y en ese momento somos eternos, inmortales, y todo el amor que ella siente por sus hijos es del tamaño del mar.