miércoles, 21 de febrero de 2024

Diálogos selváticos


Irene Vallejo


En el parque, mientras atardece, observas a tu hijo acercarse a otros niños. Desde la distancia contemplas intrigada sus pequeñas victorias, sus titubeos al vencer la timidez. De pronto, alguien lanza una propuesta y, como en un conjuro mágico, traspasan juntos el umbral imaginario del juego. Sutilmente, el presente del verbo se vuelve pretérito: “¿Vale que éramos detectives?”. Hay que repartir papeles, elegir disfraces, dibujar mapas de territorios inexistentes. Alguna voz se rebelará, surgirán debates y relatos alternativos –somos vampiros o superhéroes–, y por fin emprenderán la aventura con su extraña mezcolanza de ingredientes. “Esta piedra era la puerta de mi castillo”, “aquí había un avión”, “en esta baldosa empezaba la selva”. La diversión infantil nace de un laborioso pacto urdido entre fantasías.

Has sido una charlatana irreductible desde la cuna, pero, al escuchar esa orquesta de algarabía, voces y exclamaciones, intuyes –quizás por primera vez– que la comunicación tiene una cadencia musical. Conversar es acompasar: precisa tonalidad, ritmo y sincronía. Los neurólogos sostienen que el lenguaje agresivo nos impide comprender, ya que nuestra atención se centra en esquivar golpes. Por el contrario, cuando las ideas se expresan con emoción, suavidad y empatía, abrimos un caudal de confianza que fortalece el sentido de las palabras. Nos conviene hablar bien y atender mejor, sin tratar de escudriñar en el prójimo el rostro de nuestras convicciones. Los antiguos griegos, parlanchines incansables, convirtieron el diálogo socrático en género literario. En el Protágoras, de Platón, dos grandes maestros debaten sobre la educación de los jóvenes: Protágoras cree que la virtud es una ciencia y, por tanto, se puede enseñar, mientras Sócrates piensa que tal cosa es imposible. Al final de la reñida –y elegante– pugna verbal descubrimos que ambos han intercambiado las posiciones de partida, y defienden la tesis del contrario con la misma pasión que al comienzo volcaban en la suya. Nunca llegan a reconocer que el contrincante tiene razón, pero son capaces de suplantarlo y asumir su punto de vista.

Hablar con los demás exige combinar atención y contención. Si nos sentimos agresivos o malhumorados, es preferible alejarnos del terreno de juego para no esparcir por el universo nuestras miserias y debilidades. En Casa desolada, de Charles Dickens, conocemos al señor Jarndyce, un rico heredero enredado en un pleito interminable. Cuando se siente arisco suele decir que “sopla el viento del este” y se retira para refunfuñar a solas en el “gruñidero”, un cuarto donde nadie más puede entrar. En nuestro presente nervioso, que amplifica los discursos más fieros y selváticos, las redes sociales y el debate público corren el peligro de convertirse en gruñideros. Todos perdemos el rumbo si la agresividad imperante expulsa a quienes podrían aportar ideas valiosas, y solo los más encrespados permanecen.

Ahora que la confrontación parece conducirnos al borde mismo del apocalipsis, tal vez sea momento de rescatar el viejo arte de las palabras. Como escribió Marco Aurelio en sus Meditaciones, “la amabilidad, si es genuina y no burlona ni hipócrita, es invencible; porque ¿qué te va a hacer el más insolente si continúas benévolo con él?”. En la película La llegada, de Denis Villeneuve, doce naves espaciales amenazan nuestro planeta. Asediado por la emergencia extraterrestre, el mundo recurre –como no podía ser de otra manera– a una filóloga experta en lenguas antiguas. Su misión consiste en descifrar el lenguaje de las inquietantes criaturas tentaculares, que dibujan sus mensajes con una especie de tinta flotante. Tras infructuosos intentos, el diálogo nace cuando la protagonista logra establecer un lazo emocional con los alienígenas, uno de ellos próximo a morir, y se pone en su piel de calamar gigante. Ahora que, debido a la invasión vírica, tenemos menos contacto, necesitamos hablarnos con más tacto. En el fondo no se trata de convencer, sino –como en los juegos pactados de los niños– disfrazarse momentáneamente del otro y divertirse. ¿Vale que éramos gente elegante?

viernes, 16 de febrero de 2024

Las cosas de los que se han ido

 Juan Gabriel Vásquez


La fotógrafa venezolana Fabiola Ferrero, que ha explorado con sus fotos la debacle de su país, me habló hace unas semanas de Mairín Reyes, y desde entonces no he podido sacarme esa anécdota escueta de la cabeza. Esta mujer se gana la vida visitando las casas que sus compatriotas venezolanos han dejado atrás al irse del país: son familias de clase media, por lo general, que salieron en su momento de Venezuela con la convicción o la esperanza del regreso, y no cerraron su vida pasada, sino que conservaron sus propiedades y creyeron que un día volverían a ellas. Miles, decenas de miles, hicieron lo mismo; miles creyeron lo mismo también. Con los años se dieron cuenta, sin embargo, de que el regreso a su país destrozado era imposible, y es entonces cuando llaman a Reyes y le piden que se haga cargo. Ella visita las casas abandonadas después de muchos años, y hace un catálogo detallado de las cosas: de todas las cosas, desde un llavero para puertas que ya no existen hasta los álbumes con las fotos de los abuelos inmigrantes, esos italianos —es un ejemplo— que llegaron a principios del siglo XX para buscarse una vida mejor.

Como la colección de payasos
de la mamá,
que ya nadie quiere.
Cuando ya ha terminado una tabla de Excel, Mairín Reyes habla por videollamada con la familia que ya no volverá y pregunta por el destino de cada una de las cosas: regalarla, donarla, venderla, tirarla a la basura. Su método es estricto. Organiza ventas de garaje para rescatar algo de dinero de la catástrofe, y hasta puede que se encargue también de la venta de la casa. Fabiola Ferrero ha fotografiado esas ventas, esas copas de cristal que tal vez valgan algo todavía, ese dinero olvidado que es lo que menos vale. En una de sus fotos, rodeado de penumbra, se ve un cajón oscuro en el cual relumbran las monedas. Al parecer, todas las casas tienen un lugar semejante: un cajón donde se guardaban las monedas por el principio inviolable de que el dinero no se tira, hasta que las crueldades de la hiperinflación terminaban por dejarlas sin el más mínimo valor. Entonces se quedan atrás, objetos desprovistos de poder alguno, y tal vez algún día valgan como curiosidades; pero dudo mucho que lleguen a coleccionarse como se coleccionan los viejos billetes cubanos que el Che Guevara, director del Banco Nacional de Cuba, solía firmar en los albores de la Revolución.

He contado muchas veces en privado lo que cuento aquí, y cada vez me pregunto por qué me ha impresionado tanto el oficio de Mairín Reyes —al mismo tiempo práctico y emocional, notarial y melancólico—, más allá de la precisión sin melodrama con que ilumina las vidas individuales contrariadas por las fuerzas de la política. No es algo infrecuente en la América Latina de los últimos años. No puedo no pensar, por ejemplo, en lo que ha contado varias veces el escritor Sergio Ramírez, que también ha sido expulsado de su país: no por culpa de una economía destrozada por la corrupción, la incompetencia y el populismo desquiciado, sino por la persecución implacable de un déspota que lo ha tenido siempre entre ojos. A finales de 2021, Sergio Ramírez se enteró de que el régimen de Daniel Ortega preparaba su arresto —inventando sus acusaciones absurdas, echando mano de esos delitos que sólo existen en las dictaduras—, y tuvo que salir de su casa y de su país de un día para el otro. Lo dejó todo atrás, pero lo que más le dolió fue su biblioteca enorme, esos miles de volúmenes que son la biografía sentimental de un escritor: La comedia humana que le compró a un librero de Clermont-Ferrand, y que sus amigos llevaron a Nicaragua durante varios meses de viajes privados; los libros firmados con dedicatorias irrepetibles por colegas que ya han muerto; el ejemplar especial del Quijote para el cual hizo construir un atril de madera que le acababan de entregar cuando tuvo que huir al exilio. Desde entonces, el dictador Ortega no lo ha dejado en paz: no solo le ha robado su casa, sino que le ha quitado la nacionalidad nicaragüense y hasta ha anulado su título universitario, pero de nada habla Sergio Ramírez con tanta melancolía como de sus libros perdidos.

Un reportaje de Al Jazeera contaba por estos días la historia de Yasser, un profesor universitario del norte de Gaza, que escapó hacia el Sur al tercer día de la guerra, dejando atrás una casa que le tomó 15 años construir. Al volver, tan pronto como lo permitió el cese al fuego, la encontró convertida en escombros; y desde allí, desde las ruinas de cemento y vigas de hierro, hablaba de lo que le había pasado. Otros como él daban sus declaraciones frente a las cámaras, siempre desde los lugares que fueron los suyos, sentados sobre los restos de la destrucción, frente a un fuego improvisado en una lata. “Perdí todos mis libros”, dice un niño de 11 años, “y me hace falta mi cama”. Su padre, o un hombre que debe de ser su padre, describe el lugar para la cámara, y sin apenas mover las manos, más bien con ligeras indicaciones de la cara, va diciendo: “Ahora estamos en la cocina. Eso era la nevera, eso era el horno”. El reportaje no nos ahorra el cliché de la muñeca rota en medio de los restos, y a mí, por lo pronto, me alegra que no lo haga: nos corresponde a nosotros imaginar (o intentar hacerlo) la vida que no hemos visto, la vida que está detrás de la imagen vista tantas veces.

Nadie puede saber de verdad, si no lo ha vivido, lo que es dejar atrás las cosas cuya presencia da forma a una vida. Puedo abrir nuevamente el cajón de los clichés y decir que cada cosa es una memoria, y no por manida la idea es menos cierta: el problema de los clichés es que lo son por haber sido verdades muchas veces con anterioridad. Pero el asunto va más allá de eso, como lo intuye cualquiera, pues las cosas abandonadas significan desplazamientos humanos que nunca son voluntarios, aunque en algunos casos parezcan decisiones que se toman; la realidad es que son vidas que alguna fuerza más o menos irresistible ha expulsado de algún lugar, y en eso nuestro siglo, todavía tan joven, ya es horrendamente pródigo. Hace unos meses, leyendo el Informe final de la Comisión de la Verdad, que es el documento encargado de hacer el balance del conflicto colombiano (pero “balance” es una palabra hipócrita), me encontré con la cifra espeluznante de 730.000 desplazados por la violencia, y me costó una fracción de segundo caer en la cuenta de que la cifra era la de un solo año crítico. Fueron millones a lo largo de décadas, como son ya millones los venezolanos que han emigrado, como son millones también los hombres y mujeres y niños anónimos que las guerras de este siglo han condenado a una vida distinta de la que escogieron o planearon. Ese desarraigo brutal está ocurriendo en todas partes, con distintos carices y magnitudes distintas, a veces en la intimidad y a veces en grandes escenarios, a veces a individuos que conocemos y a veces a multitudes sin rostro, y un día sólo quedará, como noticia de esas vidas, el rastro de sus cosas abandonadas.

jueves, 15 de febrero de 2024

Deja ir. Déjalo ser.

 Comer, rezar, amar”, Elizabeth Gilbert



Deja que las cosas se rompan, deja de esforzarte por mantenerlas pegadas.

Deja que la gente se enoje.

Deja que te critiquen, su reacción no es tu problema.

Deja que todo se derrumbe, y no te preocupes por el después.

¿A dónde iré? ¿Qué voy a hacer? Nadie se ha perdido nunca por el camino, nadie se quedó sin refugio.

Lo que está destinado a irse se irá de todos modos. Lo que tenga que quedarse, seguirá siendo. Demasiado esfuerzo, nunca es buena señal, demasiado esfuerzo es signo de conflicto con el universo.

Relaciones, trabajos, casa, amigos y grandes amores. Entrega todo a la tierra y al cielo, riega cuando puedas, reza y baila pero luego, deja que florezca lo que debe y que las hojas secas se arranquen solas.

Lo que se va, siempre deja espacio para algo nuevo: son las leyes universales. Y nunca pienses que ya no hay nada bueno para ti, solo que tienes que dejar de contener lo que hay que dejar ir.

Sólo cuando tu viaje termine, entonces terminarán las posibilidades, pero hasta ese momento, deja que todo se derrumbe, deja ir, déjalo ser.