Pero nos hicimos una promesa.
“Nos llamaremos todos los años el día de nuestro cumpleaños”.
No hemos fallado nunca en más de sesenta años. Hemos ido viendo cómo nuestra voz envejecía, como nuestras conversaciones tenían menos reflejos y eran más cortas, pero nunca han faltado.
Otra cosa nos prometimos. Cuando un año no llegara la llamada de uno de los dos, nos conformaríamos. Nos daríamos por despedidos y no intentaríamos averiguar más. Los dos sabríamos lo que significa. Por eso, desde que cumplimos los setenta, cada año nos despedimos cuando hablamos. Por si es la última vez.
Hoy es 23 de octubre y cumplo 82 años. Desde primera hora de la mañana estoy pendiente del timbre estridente de mi teléfono ochentero del salón, de los de girar la rueda con el dedo para marcar. Sueles llamar a primera hora de la mañana. Es lo primero que haces este día, me dices siempre. Sentada aún en la cama, con la boca empastada y los ojos legañosos.
Se acerca la hora de comer y no has llamado. Habrás tenido que hacer algo. Algún otro año te retrasaste.
Son las cuatro de la tarde. Estoy sentado en mi butaca, casi tan vieja como yo. Pegado a la mesita del teléfono. No he comido. Hoy no tengo hambre. He intentado leer un libro pero me he descubierto leyendo tres veces la misma frase. Es pronto pero parece que el día quisiera anochecer ya, todo está oscuro. Vivo en una calle estrecha del centro de Madrid. Casi puedo tocar el edificio de enfrente. En los días oscuros casi no llega luz.
Son las nueve y es noche cerrada. He puesto la televisión. Sin volumen. Me gustan los claroscuros que se crean en el salón con su resplandor. Son sombras alargadas, que aparecen y desaparecen según los colores de la pantalla.
He encendido la lamparita que hay en la mesita del teléfono. Son las diez y no he comido nada en todo el día. Creo que me haré una tortilla. Y a lo mejor me preparo un tomate abierto con aceite, orégano y sal. Sí, eso haré.
El viejo reloj de cuco que heredé de mis abuelos ha cantado las once de la noche asomándose desde su nido de madera. Hace un rato que he apagado la televisión. Estoy sentado mirando el teléfono. Mudo, ausente. Los ruidos de la calle se han ido aquietando y el silencio es casi absoluto. Me suelo acostar pronto porque me gusta madrugar. Pero hoy no tengo sueño.
Acaban de dar las doce. Ya es otro día. Ya no es mi cumpleaños. Me he levantado y he abierto la ventana para ver los colores de la ciudad. La calle empedrada se tiñe del color anaranjado que le dan las farolas. Entra frío. Una pareja camina despacio hablándose al oído. Muy abrazados. El cielo parece un pijama, lleno de nubes a rayas azules y grises.
Me voy a acostar. Estoy cansado. Y triste. Y agradecido. Desde mi cama se ven los aleros de las casas de enfrente. Casas viejas. Y por encima, el cielo de Madrid. Y más allá, ese otro cielo, el de todas partes.
Achino los ojos buscándote detrás de una nube que lo sombrea todo. Y pienso que en cuanto llegue allí arriba, lo primero que haré será llamarte.
Relato de Fernando Portolés (incluido en su libro "Mar de estío" - Ediciones Ruser 2023)
Pues bueno,
ResponderEliminarTe imaginas cómo he quedado...
Mil picos.
La negri, desde la PM.
XOXO