Fue un amor extraño. Le conoció en medio de un terrible y doloroso duelo por su compañero que acababa de morir ante sus ojos. Y decidió seguir la mirada de los ojos más necesitados de cariño que había visto jamás. Horas y horas de muchas palabras. Horas y horas de silencios inexplicables. Noches esperando bajo la lluvia. Tardes de helados y café. Noches de llantos incontrolables. Despedidas intempestivas. Reproches inmerecidos. Pero siguió allí, esperando a que sanara, a que aprendiera a amarse a sí mismo, aunque ello significara renunciar al Amor que esperaba le diera.
Meses, años, de renuncia a lo corporal, a lo sexual, para quedarse en un amor locamente sublimado, o en un sucedáneo del Amor. Aguantó largas rupturas. Toleró desplantes y palabras duras; las malas lenguas de vecindonas y los comentarios que se dicen por lo bajo. Le regalaba poemas. Le escribía cartas, una, dos, muchas... Le impulsó a tomar sus riendas. Le ayudó a centrarse. Estimuló su inteligencia y su talento. Y le dejó irse. O mejor, se fue, emigró.
Desde el otro lado del mundo se conectaron de nuevo. Se dijeron palabras bonitas por teléfono y por la cercanía del messenger: Se mandaron regalos y mails (que años después seguían en el ordenador). Un día le escribió que se casaba, que se iba a la capital a romper con su pasado y a comenzar una nueva etapa. Y le dejó marchar. Era la hora de dejarle caminar. Era la hora de no volver a saber uno del otro.
Un día regresó de viaje. Se encontraron por casualidad. Volvieron a mirarse a los ojos. A caminar por la ciudad. A robarse besos inolvidables en la noche de una transitada avenida o en el asiento trasero de un taxi a la puerta de su casa. Una y otra vez recordaban su caminar juntos. Pero esta vez había que volver a dejarle solo.
Años después le encontró, por azar, en una página web. Y se escribieron de nuevo, volvieron a llamarse, a hablar. Otro viaje. Otro cruzar el océano. Otros abrazos, antiguos y nuevos. Pero los mismos reproches. Los mismos ataques de inseguridad. La misma indecisión. El mismo hoy-estoy-luego-no-lo-sé. El mismo querer todo lo material. La misma soledad. El mismo Peter Pan negándose a crecer. El mismo silencio de días y días, como antes, como siempre. Y volvió a partir, a su vida normal y corriente. A su mundo de adulto. Con pena en su corazón. Porque el chico no creció.
tengo unos 3 amiguitos que caben perfectamente en este sindrome!
ResponderEliminarJaja
Genial SR. Merlyn
Un abrazo
Y no es malo...
ResponderEliminar...el espíritu niño es muy grato, así que yo del adulto me comería al niño que no creció, porque además Peter Pan siempre me gustó...de niño y aún hoy cuando lo veo...
Sabes que leerte, escribir cosas tristemente hermosas, es tan grato y mas ahora que me siento no como un Peter Pan si no como ese que de pronto se quedo solo....
ResponderEliminarTodavia escribis y me haces llorar, maricon....
A raiz de tu nota de que te estaban tratando de atarban... no se quien me imagino que fue alguien que no te entendio o alguien a quien no entendiste, volvi a leer este, y sabes que acabo de descubrir, que de pronto el que no crecio y que no maduro fue aquel que siempre se quedo solo, sin ese Peter Pan, que siempre se nego a ver lo que tenia al frente y sigui buscando en otras personas...
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