Hay muchas maneras de matar a una persona: se puede deslizar una seta venenosa entre un plato de inofensivos champiñones; con los ancianos y los niños es fácil fingir una confusión en los medicamentos. Se puede conseguir un carro y, tras atropellar a la víctima, darse a la fuga. Con el tiempo y la crueldad necesarios, es posible seducirla con engaños, asesinarla a bala o puñal en un lugar tranquilo, y deshacer luego el cadáver. Cuando no se quiere manchar las propias manos, no es sino salir a la calle y pedírselo a alguien con menos escrúpulos y menos dinero. Existen los químicos, brujería, envenenamientos progresivos, palizas por sorpresa o falsos atracos que terminan en tragedia.
Pero sin duda hay un método más fácil: el olvido. La memoria, que se vuelve frágil con la edad, ayuda a enterrar el pasado. Cierra las puertas para que no aparezcan antiguos fantasmas y los muertos no regresen de la muerte. Se olvida todos los días. Se olvida tantas veces, a tanta gente. Pasa el tiempo, continúa la vida y los lugares son ocupados por otras cosas, por otras personas.
Luis Fernando Afanador, en la revista Semana,
acerca de la novela de Espido Freire,
Melocotones Helados.
En el caso de los difuntos... ¿no decimos aquello de que mueren por segunda vez, o definitivamente, cuando los olvidamos? Por eso me gusta, en las casas, por ejemplo, los portarretratos con fotos de los que ya se fueron... padres, abuelos... porque es una forma de que sigan en la memoria, sigan entre nosotros, hasta que un día nos encontremos todos en el abrazo del Padre bueno del Cielo...
ResponderEliminarEl olvido es la muerte definitiva, desafortunadamente hasta de esa se han escapado muy, pero muy pocos.
ResponderEliminarSaludos,