jueves, 9 de abril de 2020

El balcón en tiempos de pandemia



El mirador era el nombre que también la daban las abuelas al balcón. Un nombre más que descriptivo para esa saliente con barandilla que permite ver la calle, los transeúntes, el tráfico, los acontecimientos, desde las alturas, como si el que se asoma a él estuviera por encima del bien y del mal.

El balcón es diferente según la ciudad, se usa o se disfruta según el clima, según la geografía. No es lo mismo el balcón tropical tan usado para tomar el fresco, para leer, para charlar después de cenar o para que los niños jueguen a la pelota sin hacer estruendos dentro de casa y exponerse a los peligros de la calle. El balcón de España, por ejemplo, la mayor parte del año está cerrado, por el frío del otoño y del invierno, demarcado por  grandes ventanales, o cubierto por toldos polvorientos en verano, atrapando un poco de oscuridad y de frescura, y usado solo para un armario lleno de trastos poco usados, tres plantas o un tendedero plegable de ropa.

Pero en celebraciones grandes es un elemento indispensable, exclusivo, costoso, casi elitista. Es el balcón para ver los encierros de los sanfermines en Pamplona, que se alquilan a miles de euros el metro cuadrado, para ver correr a cientos de personas delante de toros de 500 kilos. Es el balcón de alquiler carísimo en Sevilla para ver cofradías, manolas, pasos, tronos, vírgenes, nazarenos, penitentes, inciensos, cadenas, mantillas y reporteros; el balcón para cantar una sentida saeta al paso de la Virgen de las Angustias o el Cristo del Gran Poder.

Es eso, el mirador. En este caso, el del que mira desde arriba cómo pasan cosas por el mundo, pero sin apretujones, ajenos a la multitud que pasea, procesiona y corre allá abajo, en la calle.

Siempre he añorado una vivienda con balcón, no tan grande  como aquella en que creí en mi viejo barrio de San Benito, donde jugaba con mis hermanos y mi madre y mi abuela charlaban con las vecinas o salían a “atisbar” al vendedor ambulante. Ahora no tengo balcón y he vivido en apartamentos con pequeñas ventanas, algunos solo con vistas a los patios de luces y donde nunca pude ver la calle. Hoy me bastarían cuatro baldosas para ubicar una mesa y una silla donde leer “El Heraldo de Aragón” (o El Colombiano) los domingos con una taza de café.

Pero resulta que llegó una pandemia que nos obliga a permanecer en casa, confinados no se sabe cuántas semanas y no se puede salir a la calle sino por provisiones, medicinas o a trabajos absolutamente necesarios. De repente nos vemos encerrados con la familia con la que habitualmente se compartía un desayuno de prisa y el espacio físico para ignorarse gracias a los teléfonos móviles, tabletas y televisores con Netflix y Amazon. Tenemos horas y horas para aburrirnos o para buscar como desaburrirnos. Y gracias a esos mismos aparatos que nos ofrece la tecnología, nos comunicamos más, nos surgen nuevas ideas, echamos mano a la creatividad y desde el balcón y la ventana le damos otro sentido a nuestra calle, al vecindario, al barrio.

Gracias a los medios de comunicación hemos visto en primer plano a los médicos y enfermeras, a conductores de ambulancias, a personal de limpieza, policías y guardias civiles dándolo todo por atacar la enfermedad del coronavirus, expuestos al contagio y a la muerte. Y a alguien se le ocurrió la idea de homenajearlos cada tarde, a las 8 en punto, ofreciéndoles un aplauso desde la ventana y el balcón. Y las redes sociales hicieron el trabajo de difusión y no hay ningún sitio de España donde no se acuda a la cita.

Al principio eran unos cuantos los que salían y aplaudían, pero el gesto se fue ampliando. Era la cita para sentirnos todos uno, primero agradeciendo a quienes realmente nos cuidan y luego para solidarizarnos en el encierro. Y vimos a la vecina del frente que ni sabíamos que existía, aunque viviésemos en la misma calle desde hace 10 años. Y a la adolescente haciéndose selfies, a los niños pegando en la ventana sus arcoiris coloreados en un papel. La abuela de la esquina cada día sale antes a su ventana a esperar que sean las 8, pero ayer la sorprendió toda su calle cantándole un sentido y desafinado Happy Birthday. No sé cómo se enteraron, pero lo cierto es que la vimos emocionada y sintiendo reales los abrazos virtuales. Y por primera vez el matrimonio que vive al lado de mi apartamento, me agitaba la mano por la ventana y me saludaba con algo más que un simple hola. Y  a la niña del tercer piso del edificio del frente, con la que seguramente nos habremos cruzado cientos de veces, agradeciéndole que tuviera a Mónica Naranjo a todo volumen cantando Sobreviviré y explicándole que no importa que hayamos comenzado a aplaudir dos minutos antes porque los de la vuelta se adelantaron, y que así aplaudiríamos más rato.

Las 8 es la hora de la catarsis, de sentir que no estamos solos, que a nuestro lado viven otros seres humanos que están pasando por lo mismo, que quieren salir a su balcón, a su mirador, a ver más que las cuatro paredes de la casa. Y que también se puede volver a creer en la solidaridad, en la empatía de la cantante profesional, famosa en los medios y en los escenarios, que también está confinada, pero que ahora no le importan los cachés y regala a sus vecinos un aria sobre la libertad a todo pulmón. Y la del anónimo profesor de aeróbicos del gimnasio del barrio, que regala su clase en su terraza, seguido por los alumnos no matriculados desde sus balcones, “guardando la distancia social”. Y la editora de audiovisuales que cada tarde proyecta en el muro del frente cinco minutos de imágenes que los vecinos le envían por email. Ya no es uno solo el creativo, todos son autores y público.

Desde el balcón hemos aplaudido a las 8, cuando aún era noche. Y ahora que hay luz solar, por el cambio de horario en este hemisferio, seguimos aplaudiendo de día. No faltamos a la cita, como tampoco falta a la cita el autobús de la línea 39, que pasa sin pasajeros y hace sonar su claxon, uniéndose a la cita y al homenaje.

Desde el balcón vemos las calles solitarias, percibimos el silencio roto por los cantos de los pájaros que antes no escuchábamos porque los ahogaba el tráfico. Desde el balcón miramos a la abuela sola en casa, al estudiante que interrumpe su clase virtual para saludar, a la pareja de chicos que se acomodan en la estrecha ventana para mirar, esta vez todos sin la sensación de que están por encima de nadie o de nada, sino que son de la misma humanidad.

Hoy es Jueves Santo y Zaragoza debería sonar atronadora por las procesiones de los cofrades con sus bombos y tambores. Pero no se escucha nada… Pero seguro alguno también saldrá a su balcón, con su tambor, vestido orgulloso con el hábito de su hermandad a añorar esa procesión para la que se venía preparando durante meses. Es un jueves de silencio… que volverá a romperse esta tarde, a las 8, aun con sol, para aplaudir orgullosos por los médicos, enfermeras, cuidadores, policías, limpiadores, cajeros, reponedores, agricultores… Y por nuestros vecinos que nos saludan y nos hacen más llevadero el confinamiento.

1 comentario:

  1. Parece mentira, que algo tan mundano y banal como un balcon se haya convertido en nuestra ventana al mundo.
    Esta pandemia nos ha cambiado.

    XOXO

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