Comparto aquí la columna de Patricia Esteban Erlés, publicada en Heraldo de Aragón el pasado domingo 13 de septiembre. Sin más comentarios.
La foto te asalta, te sale al paso repentinamente en el muro de Facebook, como una enfermedad inesperada. Alguien la cuelga y obtiene a cambio varias docenas de "me gusta". Recuerdo entonces esa manía que tienen algunos de aplaudir frenéticamente tras un concierto, el tic de palmadas espasmódicas que roba al espectador el último instante de silencio y reflexión que se agradece tanto después de un violín sublime. Miro la imagen, quizás con la esperanza remota de que sea un fake. Pero no. Hay algo intensamente real en ese cuerpecito de medio metro clavado en la orilla de una playa, tendido boca abajo, quieto como nunca jamás puede quedarse un niño pequeño. Miro la cabecita indefensa, la camiseta y el pantaloncito baratos, las mini zapatillas caladas. Y sé que es verdad porque la muerte es una señora muy seria y deja su huella en cada uno de los seres que caen en sus manos.
La foto te asalta, te sale al paso repentinamente en el muro de Facebook, como una enfermedad inesperada. Alguien la cuelga y obtiene a cambio varias docenas de "me gusta". Recuerdo entonces esa manía que tienen algunos de aplaudir frenéticamente tras un concierto, el tic de palmadas espasmódicas que roba al espectador el último instante de silencio y reflexión que se agradece tanto después de un violín sublime. Miro la imagen, quizás con la esperanza remota de que sea un fake. Pero no. Hay algo intensamente real en ese cuerpecito de medio metro clavado en la orilla de una playa, tendido boca abajo, quieto como nunca jamás puede quedarse un niño pequeño. Miro la cabecita indefensa, la camiseta y el pantaloncito baratos, las mini zapatillas caladas. Y sé que es verdad porque la muerte es una señora muy seria y deja su huella en cada uno de los seres que caen en sus manos.
Aylan está muerto y solo, solo del todo, en la orilla de una playa que no lo vio jugar ni comerse un helado. La muerte lo ha dejado varado como a una cría desorientada de delfín, lo ha tintado de un azul pálido, lo ha inmovilizado para siempre, ha tomado al asalto y la devastado todo lo que Aylan podría haber sido y ya no será. No crecerá un centímetro más ni aprenderá una nueva palabra, no volverá a ver a la familia lejana que pagó para que él y sus padres y su hermano escaparan del destino que finalmente los atrapó en alta mar, en ese plácido lugar azul llamado olvido del que todos, los presidentes encorbatados, los países con fronteras y usted y yo misma somos copropietarios.
Aylan se deja fotografiar con la mansedumbre de los muertos, ha cruzado el río de Caronte con una moneda de oro bajo su lengua de casi bebé. Miro la foto. Me obligo a saber. Y ante el cuerpo diminuto, inútil ya, pienso en la enorme vergüenza que tenemos que sentir todos los que abrimos un grifo y vemos salir agua, mucha más de la que necesitamos, los que pulsamos un interruptor y deshacemos las sombras sin saber la suerte que tenemos.
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