Qué tal que el Día del Idioma tuviese más de veinticuatro horas y se las dedicáramos todas a las palabras; a esas palabras que aún no nos hemos dicho vos y yo: ni vos a mí -qué nostalgia- ni yo a vos -qué desperdicio y qué remordimiento-; ni vos a vos, lo sé, ni yo a mí misma, no lo niego. Tal vez por eso se nos dio la guerra; la guerra grande, la enorme, la inmensa que es la nuestra; la más destructora aunque sin tanques y sin bombas y, los más desastroso, en este caso, sin armas, porque no dispusimos de ninguna para vencer al enemigo miedo, al enemigo envidia, al enemigo fiero; no dispusimos de ninguna tan fuerte que nos mantuviera unidos; la guerra entre vos y yo, esa que nos separó por siempre, que es distinto. Porque si un Día del Idioma llegase a tener más de veinticuatro horas, yo podría dedicarlo a las palabras, a esas palabras que me ayudarían a aclararte cosas, si no todas, por lo menos dos: que te sigo amando y que si no te lo he dicho antes, es porque todos los días lo deseo pero pienso que ciertas cosas es mejor callarlas; pero el veintitrés de abril considero que las palabras valen tanto y que a vos y yo nos hacen tanta falta, que necesitaría más de veinticuatro horas para pronunciar las mías y escuchar las tuyas, claro, si quisieras decirlas, luego de escucharme.
¡Qué tal que el Día del Idioma tuviese más de veinticuatro horas y vos y yo nos armáramos de valor y le rindiéramos un homenaje justo a la palabra!
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