Fotografía: Merlín Púrpura |
Le llovía desde adentro a esa mujer, encorvada por la lluvia y por el tiempo. Era la imagen del desamparo. Llevaba un paraguas esmirriado, pudiera decirse que se hubiera mojado menos sin él, y los pasos muy cansados, unos pasos de mujer de ochenta años, o eso, más o menos, revelaba. Arrastraba los pies. Sujetaba, con la otra mano, un bultico a medio llenar, que se deslizaba por la joroba.
Nadie hubiera dicho que caminaba. No. Naufragaba bajo una lluvia grande. A esa hora del crepúsculo, la sombra se regaba por Ayacucho arriba, más allá de Las Mellizas. Exactamente frente a una enorme casa de ejercicios de jesuítas. Empezó a pasar la calle, muy ancha para ella. Llegó hasta el separador y se detuvo. La lluvia le bajaba por la accidentada espalda. ¡Cómo dolía ese aguacero!
Ella, pese a todo, iba. Pasaban los carros, caían las gotas numerosas, se escuchaban los truenos, el rumor de las aguas corrientes, la música mojada del asfalto, y ella mirando el piso, midiendo cada paso, tal vez pesando mucho el saco a su espalda, tal vez recordando años de antes..., bueno, lo que hubiera sido, esa mujer iba.
No pudiera decirse que fuera ésa la imagen de uno que se está ahogando. No había desesperación. Era, más bien, como una cansada resignación. Siguió por el separador, y, en diagonal, comenzó a atravesar la otra calle, hacia una acera lejana. Era largo el tiempo. Y muy ancha la lluvia. No había, en todo caso, apariencia de dolor en ella. ¡A cuántas lluvias como esa habría sobrevivido! Y a cuántas lluvias como esa, en sus horas jóvenes, le sacaría partido: quizá corrió muchas veces bajo los chorritos de los aleros, metió los pies en los arroyos, tal vez tomó un viejo cuaderno de tareas y fabricó barquitos de papel.
Pero ahora ella era la que llovía. Una lluvia interior la inundaba, y le salía por la espalda, por el paraguas, por cada paso parsimonioso que daba, mientras Ayacucho anochecía. ¿A dónde iba esa mujer-diluvio? En realidad, ¿tendría alguna parte donde llegar?, ¿quién la esperaba?, ¿quién le prendería fuego para calentar sus manos?
Desde el otro lado del mundo (porque mundo, en esos momentos era una calle doble, bajo la lluvia), se veía a la mujer como un cuadrito impresionista, como pintada a pinceladas recias, gruesas. Las gotas diagonales, un paraguas impotente, un agua sin un Vallejo que lo poetizara. La lluvia le dolía a ella; le dolía al observador, también parecía otro náufrago.
Cuando llegó a la otra orilla, la lluvia había crecido, y la calle era un río, y la anciana la imagen de un silencio viejo. Iba. Como contando cada paso hacia ninguna parte. Ningún jueves de ese año había llovido tanto en Medellín, o, por lo menos, en esa calle. Ella, la mujer, no parecía angustiada, no parecía tener frío. Era sólo una dama muy vieja bajo un unánime aguacero.
Dobló por una esquina, y era como si alguien se estuviera hundiendo. Lo último que se vio de ella fue el bultico, cansando su espalda. Desde una acera lluviosa, alguien tenía ganas de llorar.
Reinaldo Spitaletta
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