Hace 25 años... el emigrante...un par de maletas llenas y el corazón lleno y acompañado. Muchas ilusiones por un nuevo país, un nuevo horizonte, quizás no se veía muy complicado porque había caras conocidas, mismo idioma, costumbres diferentes, pero no todo sale como se desea, pero de todo se aprende.
Años 2000. Buscar trabajo o aceptar lo que van ofreciendo para coger el ritmo. Ensobrar volantes publicitarios (Amena, tu libertad) por un pago (que no salario) ínfimo, sin contrato, sin prestaciones, sin seguridad social. Recoger basuras en un hospital pionero en prevención de epidemias (sin las debidas medidas de protección). Fregar platos en un centro público de la tercera edad (sin contrato, sin prestaciones, sin seguridad social (más de lo mismo). Y sin embargo, con ilusión, con alegría en la cara y en el corazón, bien acompañado.
La hospitalidad pasó a ser una invitación sutil a abandonar la casa. -Buenas tardes, llamaba a preguntar por el apartamento que alquila. -¿Usted de qué color es? Pero siempre alguien más te recibe, temporalmente eso sí. Y otra vez a mudar las maletas en el metro a compartir vivienda, a sentirse esta vez como arrinconado, y otra vez invitado a irse. Porque sí, porque el también extranjero titular del alquiler no pagaba. Menos mal estaba muy bien acompañado, con alguien vital, tenaz, trabajador y lleno de buenas energías. Menos mal siempre hay alguna voz que te invita a cambiar de ciudad, de panorama. Una ciudad que en menos de una semana te permite tener una vivienda en alquiler y un puesto de trabajo (este sí con contrato, con prestaciones, con seguridad social).
Viene la temporada de la hostelería, trabajando más horas que un reloj, la clientela para la que no tienes nombre y basta llamarte con un fastidioso psst y también la gente amable, que saluda y se despide y que agradece el servicio. Los jefes que dicen pagar las horas extras a lo que les da la gana, el jefe que no paga la nómina durante cuatro meses, el compañero que descarga su trabajo en el nuevo, el encargado que se satisface poniéndote a fregar casi de rodillas la barra del bar.
Aparece el "empresario" que ofrece un trabajo en tu profesión. Una supuesta agencia de publicidad que resultó ser un engaño para él mismo y para los empleados que se encontraron un día la puerta cerrada y la empresa clausurada. Otro zasca más.
Y años y años de trabajo en locutorios. Estos más legales, cumplidos con la norma. Atender gente de muchos países africanos y americanos. Aprender costumbres, conocer caracteres, acercarse a otras realidades, penas y sacrificios, que, comparados con los propios, son mucho más graves y dolorosos. Recibir la sonrisa agradecida de quien se consoló con una sola frase, la satisfacción de saber que alguien prefiere que lo atienda uno y no otro compañero.
Y aprender de los maestros negativos (del que desprecia, del xenófobo, del homófobo) ¡a no ser como ellos!
Y los duelos, qué decir de las pérdidas humanas. La ruptura con el compañero de viaje y asumir la depresión. Apartar su presencia, pero no su memoria positiva y llorarlo, una vez más cuando me informaron de su fallecimiento en esta misma ciudad. El corazón roto por la abuela/mamá grande que no volví a ver. Despedirse por última vez de la la madre por teléfono. Perder familia y ganar familia...
¡25 años no son nada! En un cuarto de siglo y en la vida entera se ama, se cree, se espera y se aprende. A disfrutar las primaveras reventando las flores de los almendros, los veranos de calurosos días largos, los otoños rojizos, marrones, los inviernos silenciosos, fríos y sosegados. A disfrutar los viajes, las carreteras, los trenes, los paisajes. A sentirse honrado y orgulloso de recibir nueva nacionalidad y de homologar el título profesional A conocer gente buena y generosa. A reencontrarse con amigos que estaban guardados en otro cuarto de siglo anterior. A saber que todo nos hace sentir vivos, los bueno y que parecía malo que nos ha pasado. A reiterarnos que aquel vuelo, tomado hoy hace 25 años, valió la pena la dicha.
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