lunes, 18 de noviembre de 2024

La vida es cuando llamas


Hubo un tiempo en que nos quisimos mucho. Pero éramos muy jóvenes y la vida nos separó. Tuve que irme lejos y no pudiste seguirme, eran otros tiempos. Hace tanto de aquello.

Pero nos hicimos una promesa. 

“Nos llamaremos todos los años el día de nuestro cumpleaños”. 

No hemos fallado nunca en más de sesenta años. Hemos ido viendo cómo nuestra voz envejecía, como nuestras conversaciones tenían menos reflejos y eran más cortas, pero nunca han faltado. 

Otra cosa nos prometimos. Cuando un año no llegara la llamada de uno de los dos, nos conformaríamos. Nos daríamos por despedidos y no intentaríamos averiguar más. Los dos sabríamos lo que significa. Por eso, desde que cumplimos los setenta, cada año nos despedimos cuando hablamos. Por si es la última vez. 

Hoy es 23 de octubre y cumplo 82 años. Desde primera hora de la mañana estoy pendiente del timbre estridente de mi teléfono ochentero del salón, de los de girar la rueda con el dedo para marcar. Sueles llamar a primera hora de la mañana. Es lo primero que haces este día, me dices siempre. Sentada aún en la cama, con la boca empastada y los ojos legañosos. 

Se acerca la hora de comer y no has llamado. Habrás tenido que hacer algo. Algún otro año te retrasaste. 

Son las cuatro de la tarde. Estoy sentado en mi butaca, casi tan vieja como yo. Pegado a la mesita del teléfono. No he comido. Hoy no tengo hambre. He intentado leer un libro pero me he descubierto leyendo tres veces la misma frase. Es pronto pero parece que el día quisiera anochecer ya, todo está oscuro. Vivo en una calle estrecha del centro de Madrid. Casi puedo tocar el edificio de enfrente. En los días oscuros casi no llega luz. 

Son las nueve y es noche cerrada. He puesto la televisión. Sin volumen. Me gustan los claroscuros que se crean en el salón con su resplandor. Son sombras alargadas, que aparecen y desaparecen según los colores de la pantalla. 

He encendido la lamparita que hay en la mesita del teléfono. Son las diez y no he comido nada en todo el día. Creo que me haré una tortilla. Y a lo mejor me preparo un tomate abierto con aceite, orégano y sal. Sí, eso haré. 

El viejo reloj de cuco que heredé de mis abuelos ha cantado las once de la noche asomándose desde su nido de madera. Hace un rato que he apagado la televisión. Estoy sentado mirando el teléfono. Mudo, ausente. Los ruidos de la calle se han ido aquietando y el silencio es casi absoluto. Me suelo acostar pronto porque me gusta madrugar. Pero hoy no tengo sueño. 

Acaban de dar las doce. Ya es otro día. Ya no es mi cumpleaños. Me he levantado y he abierto la ventana para ver los colores de la ciudad. La calle empedrada se tiñe del color anaranjado que le dan las farolas. Entra frío. Una pareja camina despacio hablándose al oído. Muy abrazados. El cielo parece un pijama, lleno de nubes a rayas azules y grises. 

Me voy a acostar. Estoy cansado. Y triste. Y agradecido. Desde mi cama se ven los aleros de las casas de enfrente. Casas viejas. Y por encima, el cielo de Madrid. Y más allá, ese otro cielo, el de todas partes. 

Achino los ojos buscándote detrás de una nube que lo sombrea todo. Y pienso que en cuanto llegue allí arriba, lo primero que haré será llamarte. 


                  Relato de  Fernando Portolés (incluido en su libro "Mar de estío" - Ediciones Ruser 2023)

jueves, 11 de julio de 2024

Elogio al error | Discurso de David Escobar Arango


Elogio al error es el discurso de David Escobar Arango que se ha hecho viral y polémico estos días. Se trata de una serie de ideas acerca de las dificultades que se presentan a lo largo de la vida, dirigidas a graduandos de la Universidad Eafit de Medellín (y a cualquiera que sea consciente de los esfuerzos y tropiezos que se encuentran en los caminos personales y profesionales). 

El discurso ha levantado muchos aplausos y también muchas críticas. Unos porque dice verdades grandes como catedrales y otros porque consideran que a los jóvenes no se les puede hablar de una manera negativa o pesimista. Claro, en estos tiempos de mundos ficticios, virtuales y artificiales, creados para pantallas, no existe la probabilidad del fracaso, del error, de la quiebra, del despido laboral, de la ruptura de pareja. Aquello de caer para levantarse no es una opción: supuestamente los millones de seguidores de Instagram están ahí para ablandar el suelo. Para qué esforzarse si "yo quiero ser influencer" (no sé de qué, pero influencer). 

Me ha encantado este discurso. Años atrás (si pudiera devolverme con la experiencia adquirida), le diría a mis alumnos lo mismo que David Escobar Arango. Seguramente no estarían mascando chicle en primera fila ni chateando en sus teléfonos de penúltima generación mientras les hablaba. Pero la palabra puede caer en distintos terrenos... y puede dar buenos frutos. 

David Escobar Arango
 es un reconocido ingeniero de producción, graduado en esa misma universidad 
y actualmente es director de Comfama. 

miércoles, 10 de julio de 2024

¡Ay, la vida!

La vida te desilusiona para que dejes de vivir de ilusiones y veas la realidad. La vida te destruye todo lo superfluo, hasta que queda solo lo importante. La vida te retira lo que tienes, hasta que dejas de quejarte y agradeces. La vida te envía personas conflictivas para que sanes y dejes de reflejar afuera lo que tienes adentro.

La vida deja que te caigas una y otra vez, hasta que te decides a aprender la lección. La vida te saca del camino y te presenta encrucijadas, hasta que dejas de querer controlar y fluyes como río. La vida te pone enemigos en el camino, hasta que dejas de "reaccionar". La vida te aleja de las personas que amas, hasta que comprendes que no somos este cuerpo, sino el alma que él contiene. La vida se ríe de ti tantas veces, hasta que dejas de tomarte todo tan en serio y te ríes de ti mismo. La vida te rompe y te quiebra en tantas partes como sean necesarias para que por allí penetre la luz.

La vida te enfrenta con rebeldes, hasta que dejas de tratar de controlar. La vida te repite el mismo mensaje, incluso con gritos y bofetadas, hasta que por fin escuchas. La vida te envía rayos y tormentas, para que despiertes. La vida te humilla y derrota una y otra vez hasta que decides dejar morir tu ego. La vida te corta las alas y te poda las raíces, hasta que no necesitas ni alas ni raíces, sino solo desaparecer en las formas y volar desde el Ser. La vida te niega los milagros, hasta que comprendes que todo es un milagro. La vida te acorta el tiempo, para que te apures en aprender
a vivir. La vida te ridiculiza hasta que te vuelves nada, hasta que te haces nadie, y así te conviertes en todo. 

La vida no te da lo que quieres, sino lo que necesitas para evolucionar. La vida te lastima, te hiere, te atormenta, hasta que dejas tus caprichos y berrinches y agradeces respirar. La vida te oculta los tesoros, hasta que emprendes el viaje, hasta que sales a buscarlos".


Bert Hellinger, teólogo alemán (1925-2019)


domingo, 5 de mayo de 2024

El amigo imaginario de mi madre.

Relato de Pablo Castignani



Dicen que los niños suelen tener amigos imaginarios. Dicen también que algunos ancianos llegan a comportarse como niños. Mi madre ya muy ancianita, era como una niña, amable, tierna y cariñosa, por esa misma razón, siempre creí que ella había inventado a un amigo imaginario.

Desde que sufrió aquella caída y se fracturó la cadera, mi madre ya no fue la misma. Por su fortaleza y ánimo de vivir, logró caminar un mes después, pero apoyada en ese tipo de bordón de cuatro patas. La mayor parte del tiempo se la pasaba en su cama, mirando televisión o bordando.

Madre de ocho hijos, todos ausentes. Tuve que sacrificar mi trabajo y familia para estar con ella por temporadas. Yo era el único de los ocho que podía hacerse cargo de ella. Esos tres años viajé constantemente desde Mexicali a Zacatecas.

En uno de esos viajes, me encontré con una sorpresa. La visitaba todos los días un niño.

-Ah, vaya, ¿Así que te visita un niño?, le pregunté divertido.

-Sí, viene todos los días a que le cuente cuentos, me dijo mi madre emocionada. Mi madre había sido una excelente contadora de cuentos.

- ¿Y cómo se llama tu niño?

- Ah, pues no sé. No le he preguntado. Pero al rato que venga le pregunto.

Me platicó que es rubio y muy bonito. Siempre llega corriendo, sonriendo y salta a la cama donde está acostada. A veces le esconde los hilos de su costura o sus cigarros. Es porque quiere que le cuente un cuento. Cuando ella come, siempre le pide, dame, dame, dame…por eso ella come bien, porque nunca come sola. Cuando se duermen, se abrazan mutuamente y ella ya no siente frío porque el cuerpecito de su niño le brinda calor. Ambos se dan mucho cariño.

Por la tarde me dijo mi madre.

-Hace rato que vino mi niño, le pregunté cómo se llama. Me dijo que Emanuel.

-Muy bien por Manuelito ¿Y ahora en dónde está?

-Pues mira. Aquí lo tengo, bien dormidito, mira que chulo se ve. Tenía su cobija arropándolo, según ella.

-Ah, vaya, sí que está hermoso, le dije siguiéndole el juego. ¿Cuál cuento le contaste?

-Torcuato y Canuto. Ese también era tu favorito, ¿te acuerdas?

-Sí madre, cómo olvidarlo. Bueno, ahora yo te voy a leer otro capítulo de Las rosas no aprenden geografía. Todas las tardes le leía.

-Muy bien, te quedaste en donde el profesor Mario Luján por fin se va a enfrentar a Ramiro, el comisario, en un duelo de dominó; bien que le da lata siempre que jueguen, a ver quién gana.

Y le leí en voz baja para no despertar a su niño. Ese niño que en su imaginación, vino a suplir a todos los hijos ingratos que no la acompañaron cuando más los necesitaba.

Pero ¡el ángel de mi madre era real!

Mi madre, por un problema en los riñones requería de hemodiálisis para que me durara un poco más de tiempo. Ella le tenía miedo a esa curación, me suplicó que por nada del mundo la fuera a torturar con ese proceso. Obvio, le obedecí. Se me fue acabando poco a poco. Ya no pudo caminar y si íbamos a cualquier parte, tenía que ser en una silla de ruedas. Se le acabaron las fuerzas.

Una tarde me sentía muy cansado. Mi madre ya no abría los ojos y pedía constantemente agua. En su cuarto estaba una hermana de ella y su hija. Le pedí que la cuidaran un rato, yo tenía que mandar una tarea a la universidad donde estudio literatura.

Me fui a un cuarto contiguo y abrí mi computadora, apenas iba a empezar a leer cuando escuché aquella vocecita:

-Hola

Volteé a la puerta para ver quién era y ahí en el dintel estaba aquel niño, muy hermoso, vestido de blanco. Me miraba sonriente. “Seguramente ha llegado alguien a visitar a mi madre y este niño viene con ellos”, fue lo que pensé; en ese pueblito toda la gente es muy solidaria y visitan mucho a los enfermos.

-Hola, le respondí. No pasaría de tener tres años de edad, pero hablaba con mucha claridad.

-¿Me cuentas un cuento?, me dijo, entrando al cuarto y parándose junto a mí.

-¿Te gustan los cuentos?, le respondí divertido.

-Si, Cuquita me cuenta muchos, pero ahorita está dormidita, ella no me lo puede contar. ¿Me cuentas un cuento?

-¿Así que mi madre te cuenta cuentos? ¿Cómo te llamas?

-Me llamo Emanuel, y sí, ella me ha contado muchos cuentos. Todos sobre su vida.

-Ah vaya, cuentos sobre la vida de mi madre. Por ejemplo ¿Cuál? Conozco a la perfección el enorme repertorio de cuentos que contaba mi madre.

-Por ejemplo, mmmm, el príncipe Amed. Cuquita fue igual de viajera, le gustaba mucho conocer otras partes del mundo. También Torcuato y Canuto, ella lograba superar todos los problemas aunque a veces se sintiera ciega. Aaaah la cenicienta, como trabajó toda su vida para que nada le faltara a sus hijos…así fue Cuquita, una historia de fantasía.

Yo lo escuchaba asombrado. Vaya que aquel niño sabía expresarse para su edad.

-Mira nada más, si sabes las historias de mi madre. Bien, dime, ¿Cuál cuento quieres?

-Por ahora ninguno. Pero ya volveré un día para que me lo cuentes.

-¿Por ahora ninguno? Entonces ¿Cuándo? O ¿Por qué?

Me contempló con una mirada muy profunda, en sus ojos había un brillo especial cuando me dijo.

-Porque ahora… aún te escucha la gente, voy a volver, cuando ya seas una sombra, cuando necesites de consuelo y compañía, cuando los seres que amas ya no te hagan caso, cuando tu voz no sea escuchada, cuando tu soledad sea tan abrumadora que te será lo mismo si es de día o es de noche. Entonces vendré y te daré la alegría de volver a ser un cuenta cuentos. Entonces me contarás sobre tu vida y te volverás a sentir importante... siempre es importante saber que eres importante.

-¿Quién eres?, le pregunté sumamente intrigado.

-Soy el niño que doña Cuquita ha visto desde hace tiempo y que ustedes consideran una fantasía de ella. Soy real, soy esperanza, soy compañía en la triste soledad, soy el recuerdo de la infancia de sus hijos, soy alegría en su cansado corazón.

No tenía palabras para responder a aquello. Un nudo se atoró en mi garganta y empecé a llorar.

-¿Por qué puedo verte hoy?, pregunté temeroso.

-Porque vengo a decirte que hoy doña Cuquita tomará camino con rumbo a la ciudad de Irás y no Volverás. Sentí como un golpe en el pecho. Te voy a pedir que ya no se lo impidas. No quiero que ella siga sufriendo, porque ahí donde la ves, está sufriendo. Su destino ya está escrito, igual que el pájaro que habla, el árbol que canta, ella es la fuente de oro. ¿Recuerdas el cuento de la capa que hacía invisible a la gente? Pues así estará ella, como si tuviera la capa puesta, no la vas a poder ver, pero siempre estará presente.

Ella no se irá, pues seguirá estando en ti mientras sigas contando cuentos, mientras en tu mente haya un halo de fantasía, mientras ella viva en tu recuerdo.

Ahora ve, ella te necesita, ve como el príncipe que le da un beso a la reina, sólo que ella no va a despertar, sino al contrario, con tu beso iniciará ese camino que ya no tiene regreso.

Cerré la computadora y corrí al cuarto de mi madre. Ahí seguía su hermana y otros familiares que habían llegado. Todos callados contemplaban a mi viejita que con la boca abierta respiraba difícilmente. Me acerqué a ella y sentándome en la orilla de su cama la abracé con mucho cariño. Le dije al oído: Vino Emanuel a verte. Luego tomé un algodoncito y lo empapé de agua, mojé sus labio. Ella seguía respirando con mucha dificultad. Le di un beso en su frente y luego la abracé mientras le decía:

-Vete mami, vete a gozar del reino de los cuentos, vete a conocer la montaña del imán y el mundo de las princesas, vete a donde seguirás siendo una reina, porque aquí y allá, para mí siempre serás una reina.

Su respiración se fue tranquilizando.

-Vete mami, ya cumpliste y cumpliste muy bien. Vete mi reina, es fácil, vuela como vuelan las hadas. Vete a su mundo.

Simplemente lanzó un suspiro largo, muy largo y ella, la contadora de cuentos, la mejor contadora de cuentos del mundo, se fue a la ciudad de Irás y no Volverás.

Yo me sentí muy tranquilo, con tanta paz en mi alma que no salió ni una lágrima de mis ojos. Escuché los llantos angustiados de mis familiares al darse cuenta que ella moría, sus gritos desesperados, pero ni eso me hizo salir de mi letargo, pues tenía mi conciencia cien por ciento tranquila, hasta el último momento estuve con mi viejita. No existía dolor ni remordimiento alguno, simplemente la ley de la vida estaba cumplida.

jueves, 28 de marzo de 2024

Llorad, llorad, valientes. Un texto de Irene Vallejo.

El duelo hay que edificarlo sin prisa, con ritmos arquitectónicos. Más y más, mes a mes. No es una enfermedad de la que curarse lo antes posible, sino la lenta reconstrucción de un mañana resquebrajado. Necesitamos consentirnos la tristeza, desahogarnos para evitar la asfixia. Nuestro mundo intenta jibarizar la huella de la muerte, mientras el pasado la proyectaba en gigantescos monumentos. Hace veinticinco siglos, Artemisia II hizo construir una imponente arquitectura de dolor. Destrozada por la pena, erigió una tumba para Mausolo, su marido y hermano -el poder era aún más endogámico que hoy-. Reclutó a los mejores artistas para trabajar el mármol de blancura más luminosa. El colosal sepulcro de Halicarnaso, una de las Siete Maravillas, se elevaba cincuenta metros en cuatro plantas, decoradas por relieves y estatuas tan llenas de vitalidad que la misma piedra parecía tensar los músculos. En adelante, las sepulturas más bellas se llamarían “mausoleos”. El desgarro de Artemisia aún habita nuestros cementerios.

Llevamos dentro, embalsadas y rebosantes, las lágrimas por nuestros muertos, pero está mal visto dejarlas correr. Todavía hay una profunda carga de vergüenza asociada al tabú del llanto. Los hombres no lloran. Y, si las mujeres nos quebramos en público, causamos incomodidad -has roto un veto- y levantamos cierta sorna -has confirmado un cliché-. Contrólate.

Los protagonistas masculinos de la ficción contemporánea afrontan la embestida del dolor o la pérdida con una máscara inexpresiva, hieráticos y fríos: cowboys y superhéroes consideran el llanto como un signo de debilidad. Las lágrimas resultan impúdicas, y por eso nuestros rituales fúnebres parapetan los ojos tras unas gafas oscuras. Sin embargo, los guerreros legendarios del pasado heroico solían llorar a moco tendido. En una de las primeras epopeyas descubrimos que Gilgamesh, al morir su mejor amigo, “gimió como un pichón” durante toda la noche. Con la primera luz del alba, gritó: “Que los senderos del bosque te lloren, que te lloren los ancianos, que te llore el oso, la hiena, la pantera, el chacal, la gacela, que te llore el río Éufrates, que te llore el granjero y el cervecero que te elaboraba la mejor cerveza”. En la épica antigua, muchos héroes desencadenan sin rubor una tromba de lágrimas. Aquiles lloró junto al mar en una memorable escena de la Ilíada; también Ulises, cuando su fiel y viejo perro lo reconoció en Ítaca y murió estremecido, meneando la cola. Los ojos de Eneas se humedecen una y otra vez en la Eneida. El caballero Tristán, del ciclo artúrico, llevaba la pena inscrita en el nombre –era tradición bautizar ‘Tristán’ a los niños cuyas madres morían en el parto–. Incluso el Cantar de Mio Cid, epítome de hombría, arranca presentando así a Rodrigo: “De los sus ojos tan fuertemente llorando”. En los buenos tiempos de la caballería andante, si uno tenía ganas y motivos, sollozaba e hipaba con la cabeza alta. Lo canta Nick Cave en The Weeping Song, “desciende al mar, hijo, mira a las mujeres llorando; después sube a las montañas, los hombres están llorando también”.

Homero hubiera observado atónito la promoción de Los puentes de Madison, donde nos ofrecían la oportunidad -única- de ver a Clint Eastwood, el tipo duro, derramar lágrimas en la lluvia. La cancelación del llanto es reciente: los campeadores de antaño sollozaban con frecuencia, sin necesidad de un oportuno chaparrón para camuflar su desconsuelo.

Los psicólogos señalan que el aprendizaje social de contener el llanto tiene dudosa utilidad práctica. De hecho, conviven mejor con la adversidad las personas que aceptan sus emociones sin prohibirse exteriorizarlas. En cambio, el duelo negado amenaza con convertirse en fractura irreparable, en grave desequilibrio. Quien da rienda suelta a su pena en público demuestra seguridad y una rara independencia frente al qué dirán. Como escribió Julio Ramón Ribeyro: “Nada me impresiona más que los hombres que lloran. Nuestra cobardía nos ha hecho considerar el llanto como cosa de mujercitas. Cuando solo lloran los valientes”.

miércoles, 21 de febrero de 2024

Diálogos selváticos


Irene Vallejo


En el parque, mientras atardece, observas a tu hijo acercarse a otros niños. Desde la distancia contemplas intrigada sus pequeñas victorias, sus titubeos al vencer la timidez. De pronto, alguien lanza una propuesta y, como en un conjuro mágico, traspasan juntos el umbral imaginario del juego. Sutilmente, el presente del verbo se vuelve pretérito: “¿Vale que éramos detectives?”. Hay que repartir papeles, elegir disfraces, dibujar mapas de territorios inexistentes. Alguna voz se rebelará, surgirán debates y relatos alternativos –somos vampiros o superhéroes–, y por fin emprenderán la aventura con su extraña mezcolanza de ingredientes. “Esta piedra era la puerta de mi castillo”, “aquí había un avión”, “en esta baldosa empezaba la selva”. La diversión infantil nace de un laborioso pacto urdido entre fantasías.

Has sido una charlatana irreductible desde la cuna, pero, al escuchar esa orquesta de algarabía, voces y exclamaciones, intuyes –quizás por primera vez– que la comunicación tiene una cadencia musical. Conversar es acompasar: precisa tonalidad, ritmo y sincronía. Los neurólogos sostienen que el lenguaje agresivo nos impide comprender, ya que nuestra atención se centra en esquivar golpes. Por el contrario, cuando las ideas se expresan con emoción, suavidad y empatía, abrimos un caudal de confianza que fortalece el sentido de las palabras. Nos conviene hablar bien y atender mejor, sin tratar de escudriñar en el prójimo el rostro de nuestras convicciones. Los antiguos griegos, parlanchines incansables, convirtieron el diálogo socrático en género literario. En el Protágoras, de Platón, dos grandes maestros debaten sobre la educación de los jóvenes: Protágoras cree que la virtud es una ciencia y, por tanto, se puede enseñar, mientras Sócrates piensa que tal cosa es imposible. Al final de la reñida –y elegante– pugna verbal descubrimos que ambos han intercambiado las posiciones de partida, y defienden la tesis del contrario con la misma pasión que al comienzo volcaban en la suya. Nunca llegan a reconocer que el contrincante tiene razón, pero son capaces de suplantarlo y asumir su punto de vista.

Hablar con los demás exige combinar atención y contención. Si nos sentimos agresivos o malhumorados, es preferible alejarnos del terreno de juego para no esparcir por el universo nuestras miserias y debilidades. En Casa desolada, de Charles Dickens, conocemos al señor Jarndyce, un rico heredero enredado en un pleito interminable. Cuando se siente arisco suele decir que “sopla el viento del este” y se retira para refunfuñar a solas en el “gruñidero”, un cuarto donde nadie más puede entrar. En nuestro presente nervioso, que amplifica los discursos más fieros y selváticos, las redes sociales y el debate público corren el peligro de convertirse en gruñideros. Todos perdemos el rumbo si la agresividad imperante expulsa a quienes podrían aportar ideas valiosas, y solo los más encrespados permanecen.

Ahora que la confrontación parece conducirnos al borde mismo del apocalipsis, tal vez sea momento de rescatar el viejo arte de las palabras. Como escribió Marco Aurelio en sus Meditaciones, “la amabilidad, si es genuina y no burlona ni hipócrita, es invencible; porque ¿qué te va a hacer el más insolente si continúas benévolo con él?”. En la película La llegada, de Denis Villeneuve, doce naves espaciales amenazan nuestro planeta. Asediado por la emergencia extraterrestre, el mundo recurre –como no podía ser de otra manera– a una filóloga experta en lenguas antiguas. Su misión consiste en descifrar el lenguaje de las inquietantes criaturas tentaculares, que dibujan sus mensajes con una especie de tinta flotante. Tras infructuosos intentos, el diálogo nace cuando la protagonista logra establecer un lazo emocional con los alienígenas, uno de ellos próximo a morir, y se pone en su piel de calamar gigante. Ahora que, debido a la invasión vírica, tenemos menos contacto, necesitamos hablarnos con más tacto. En el fondo no se trata de convencer, sino –como en los juegos pactados de los niños– disfrazarse momentáneamente del otro y divertirse. ¿Vale que éramos gente elegante?

viernes, 16 de febrero de 2024

Las cosas de los que se han ido

 Juan Gabriel Vásquez


La fotógrafa venezolana Fabiola Ferrero, que ha explorado con sus fotos la debacle de su país, me habló hace unas semanas de Mairín Reyes, y desde entonces no he podido sacarme esa anécdota escueta de la cabeza. Esta mujer se gana la vida visitando las casas que sus compatriotas venezolanos han dejado atrás al irse del país: son familias de clase media, por lo general, que salieron en su momento de Venezuela con la convicción o la esperanza del regreso, y no cerraron su vida pasada, sino que conservaron sus propiedades y creyeron que un día volverían a ellas. Miles, decenas de miles, hicieron lo mismo; miles creyeron lo mismo también. Con los años se dieron cuenta, sin embargo, de que el regreso a su país destrozado era imposible, y es entonces cuando llaman a Reyes y le piden que se haga cargo. Ella visita las casas abandonadas después de muchos años, y hace un catálogo detallado de las cosas: de todas las cosas, desde un llavero para puertas que ya no existen hasta los álbumes con las fotos de los abuelos inmigrantes, esos italianos —es un ejemplo— que llegaron a principios del siglo XX para buscarse una vida mejor.

Como la colección de payasos
de la mamá,
que ya nadie quiere.
Cuando ya ha terminado una tabla de Excel, Mairín Reyes habla por videollamada con la familia que ya no volverá y pregunta por el destino de cada una de las cosas: regalarla, donarla, venderla, tirarla a la basura. Su método es estricto. Organiza ventas de garaje para rescatar algo de dinero de la catástrofe, y hasta puede que se encargue también de la venta de la casa. Fabiola Ferrero ha fotografiado esas ventas, esas copas de cristal que tal vez valgan algo todavía, ese dinero olvidado que es lo que menos vale. En una de sus fotos, rodeado de penumbra, se ve un cajón oscuro en el cual relumbran las monedas. Al parecer, todas las casas tienen un lugar semejante: un cajón donde se guardaban las monedas por el principio inviolable de que el dinero no se tira, hasta que las crueldades de la hiperinflación terminaban por dejarlas sin el más mínimo valor. Entonces se quedan atrás, objetos desprovistos de poder alguno, y tal vez algún día valgan como curiosidades; pero dudo mucho que lleguen a coleccionarse como se coleccionan los viejos billetes cubanos que el Che Guevara, director del Banco Nacional de Cuba, solía firmar en los albores de la Revolución.

He contado muchas veces en privado lo que cuento aquí, y cada vez me pregunto por qué me ha impresionado tanto el oficio de Mairín Reyes —al mismo tiempo práctico y emocional, notarial y melancólico—, más allá de la precisión sin melodrama con que ilumina las vidas individuales contrariadas por las fuerzas de la política. No es algo infrecuente en la América Latina de los últimos años. No puedo no pensar, por ejemplo, en lo que ha contado varias veces el escritor Sergio Ramírez, que también ha sido expulsado de su país: no por culpa de una economía destrozada por la corrupción, la incompetencia y el populismo desquiciado, sino por la persecución implacable de un déspota que lo ha tenido siempre entre ojos. A finales de 2021, Sergio Ramírez se enteró de que el régimen de Daniel Ortega preparaba su arresto —inventando sus acusaciones absurdas, echando mano de esos delitos que sólo existen en las dictaduras—, y tuvo que salir de su casa y de su país de un día para el otro. Lo dejó todo atrás, pero lo que más le dolió fue su biblioteca enorme, esos miles de volúmenes que son la biografía sentimental de un escritor: La comedia humana que le compró a un librero de Clermont-Ferrand, y que sus amigos llevaron a Nicaragua durante varios meses de viajes privados; los libros firmados con dedicatorias irrepetibles por colegas que ya han muerto; el ejemplar especial del Quijote para el cual hizo construir un atril de madera que le acababan de entregar cuando tuvo que huir al exilio. Desde entonces, el dictador Ortega no lo ha dejado en paz: no solo le ha robado su casa, sino que le ha quitado la nacionalidad nicaragüense y hasta ha anulado su título universitario, pero de nada habla Sergio Ramírez con tanta melancolía como de sus libros perdidos.

Un reportaje de Al Jazeera contaba por estos días la historia de Yasser, un profesor universitario del norte de Gaza, que escapó hacia el Sur al tercer día de la guerra, dejando atrás una casa que le tomó 15 años construir. Al volver, tan pronto como lo permitió el cese al fuego, la encontró convertida en escombros; y desde allí, desde las ruinas de cemento y vigas de hierro, hablaba de lo que le había pasado. Otros como él daban sus declaraciones frente a las cámaras, siempre desde los lugares que fueron los suyos, sentados sobre los restos de la destrucción, frente a un fuego improvisado en una lata. “Perdí todos mis libros”, dice un niño de 11 años, “y me hace falta mi cama”. Su padre, o un hombre que debe de ser su padre, describe el lugar para la cámara, y sin apenas mover las manos, más bien con ligeras indicaciones de la cara, va diciendo: “Ahora estamos en la cocina. Eso era la nevera, eso era el horno”. El reportaje no nos ahorra el cliché de la muñeca rota en medio de los restos, y a mí, por lo pronto, me alegra que no lo haga: nos corresponde a nosotros imaginar (o intentar hacerlo) la vida que no hemos visto, la vida que está detrás de la imagen vista tantas veces.

Nadie puede saber de verdad, si no lo ha vivido, lo que es dejar atrás las cosas cuya presencia da forma a una vida. Puedo abrir nuevamente el cajón de los clichés y decir que cada cosa es una memoria, y no por manida la idea es menos cierta: el problema de los clichés es que lo son por haber sido verdades muchas veces con anterioridad. Pero el asunto va más allá de eso, como lo intuye cualquiera, pues las cosas abandonadas significan desplazamientos humanos que nunca son voluntarios, aunque en algunos casos parezcan decisiones que se toman; la realidad es que son vidas que alguna fuerza más o menos irresistible ha expulsado de algún lugar, y en eso nuestro siglo, todavía tan joven, ya es horrendamente pródigo. Hace unos meses, leyendo el Informe final de la Comisión de la Verdad, que es el documento encargado de hacer el balance del conflicto colombiano (pero “balance” es una palabra hipócrita), me encontré con la cifra espeluznante de 730.000 desplazados por la violencia, y me costó una fracción de segundo caer en la cuenta de que la cifra era la de un solo año crítico. Fueron millones a lo largo de décadas, como son ya millones los venezolanos que han emigrado, como son millones también los hombres y mujeres y niños anónimos que las guerras de este siglo han condenado a una vida distinta de la que escogieron o planearon. Ese desarraigo brutal está ocurriendo en todas partes, con distintos carices y magnitudes distintas, a veces en la intimidad y a veces en grandes escenarios, a veces a individuos que conocemos y a veces a multitudes sin rostro, y un día sólo quedará, como noticia de esas vidas, el rastro de sus cosas abandonadas.

jueves, 15 de febrero de 2024

Deja ir. Déjalo ser.

 Comer, rezar, amar”, Elizabeth Gilbert



Deja que las cosas se rompan, deja de esforzarte por mantenerlas pegadas.

Deja que la gente se enoje.

Deja que te critiquen, su reacción no es tu problema.

Deja que todo se derrumbe, y no te preocupes por el después.

¿A dónde iré? ¿Qué voy a hacer? Nadie se ha perdido nunca por el camino, nadie se quedó sin refugio.

Lo que está destinado a irse se irá de todos modos. Lo que tenga que quedarse, seguirá siendo. Demasiado esfuerzo, nunca es buena señal, demasiado esfuerzo es signo de conflicto con el universo.

Relaciones, trabajos, casa, amigos y grandes amores. Entrega todo a la tierra y al cielo, riega cuando puedas, reza y baila pero luego, deja que florezca lo que debe y que las hojas secas se arranquen solas.

Lo que se va, siempre deja espacio para algo nuevo: son las leyes universales. Y nunca pienses que ya no hay nada bueno para ti, solo que tienes que dejar de contener lo que hay que dejar ir.

Sólo cuando tu viaje termine, entonces terminarán las posibilidades, pero hasta ese momento, deja que todo se derrumbe, deja ir, déjalo ser.