Aquí, sentada en la poltrona roja, las cajas de cartón esparcidas desordenadamente alrededor, contemplo este recinto por última vez. Aún falta mi colección de campanitas por descolgar, la de bronce hindú, la de cerámica con su sonido cristalino y la de barro con su dejo a monte; también la jaula de bambú con los pajaritos de pauche y paja -unos caídos ya y cubiertos de polvo- y el origami taiwanés violeta que se mueve al lado del helecho enfrente del ventanal del comedor,
Al pie de la chimenea quedan las ollas y pailas de cobre y las cenizas y leños de la lumbre de anoche.
Dentro de las cajas ya han sido guardados cuidadosamente, en ese ritual que por destino he de repetir todos los septiembres (alguien me dijo que así estaba establecido en mi mapa astral) los tomos de la enciclopedia y los clásicos, los libros del abuelo, las cartas de mi madre y nuestras cartas y fotografías de doce años.. Aparte están sus cosas y las mías para facilitar el trasteo.
Las matas que abundan verdes en los rincones, la alfombra de hebra negra que encargamos a Cajicá, el juego amarillo de comedor sobre el cual reposan dos copas con restos de brandy, todo de alguna manera ha perdido su sentido, ha quedado vacío, como un monumento que albergaba algo que ha dejado de ser.
Anoche repartimos las sábanas, los manteles y las toallas y peleamos por unos ceniceros.
Ahora, al acercarse el adiós, recorren por mi mente, como en una película acelerada -y como dicen que ocurre en el momento de morir- todos los instantes alegres, dolorosos y tiernos y no puedo evitar el llorar.
El camión llegará en una hora. No sé a dónde voy; es uno de esos momentos en la vida en que estamos totalmente a la deriva del destino. De ahora en adelante, los trasteos tan solo serán míos, seguramente repetidos todos los septiembres.
Acabo de mudarme. Bueno, llevo una semana de mudanza. Y no he podido olvidar este relato que siempre me ha gustado. Porque uno cambia, o porque la vida lo obliga, he tenido que meter en cajas de cartón, en bolsas, mochilas y maletas, ocho años de objetos y recuerdos del apartamento al que me mudé después de una dolorosa ruptura. Y uno empieza, lentamente, como resistiéndose, a guardar cosas, a encontrarse viejas fotos y cartas, a rememorar el Amor de aquellos Ojos Azules que tantas veces durmieron en mis brazos. Recuerdo tantas risas y lágrimas, tantas soledades y compañías, las campanitas y cometas de cristal colgadas del techo, que me regaló mi mejor amigo colombiano y que ahora no encuentro en la nueva casa. Doloroso el guardar los libros y los cuadernos de apuntes que me acompañan casi desde la adolescencia, las fotos de familiares y amigos. Uno se siente como congelando una parte de la vida, que deberá reanimar en un sitio nuevo.
Ahora no tengo que discutir por unas sábanas, un cenicero o un mueble. Ahora, como otras veces, tengo que recoger, guardar, limpiar y subir las cosas a un camión con otro destino. Llegué a este país con dos maletas llenas de ropa, algunos cedés y muchas ilusiones, y me he ido llenando de más cosas, adornos, utensilios, libros, música, aparatos... y no he aprendido a andar ligero de equipaje material.
Los trasteos sirven para reciclar, para tirar a la basura memorias inútiles. No pude evitar llorar al devolver las llaves. Quedaron menos de cincuenta metros cuadrados vacíos de mis vivencias. Ahora irán conmigo a otro sitio, a un barrio que tendré que re-conocer, a un sitio más grande, con más espacio, donde seguramente me ampliaré y luciré los objetos, a un sitio que tendré que habitar con todo lo que soy y lo que me identifica, donde deberé colonizar sus pasillos y habitaciones. Y donde tendré que poner otra vez mis ilusiones.
¡Volver a empezar!
Te llevaste a Merlin... cierto?
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