jueves, 20 de marzo de 2008

¡Ay, quién pudiera sentir como Sevilla!

"No quiero cantar mi puedo a ese Jesús del madero

sino al que anduvo en la mar..."



Semana Santa. Quizás la más famosa del mundo es la de España, y dentro de ella la de Andalucía. Recuerdo que siempre pasaban las imágenes por la televisión y contaban las historias de los "costaleros", del peso de los tronos, de las mujeres cantando saetas al paso de los "tronos". Todavía me debo esa experiencia, la de ir allí y repetir como el escritor aquello de "¡Ay, quién pudiera sentir como Sevilla!" Nada más ayer me impresionó, como otras veces, ver la tristeza de los miembros de hermandades y cofradías, llorando porque la lluvia les impidió sacar a las calles a sus imágenes.

Y como España es una pluralidad de costumbres, tiene otras maneras de celebrar la Semana Santa. Si la de Andalucía es de un silencio abrumador, en Aragón, por ejemplo, los tambores de cada cofradía suenan a su modo, dándole a la ciudad (Zaragoza en este caso) un ambiente algo tenebroso. Pero no deja de ser el sentir (no me atrevo a decir qué tan religioso) de un pueblo. Y, por supuesto, es algo digno de vivir al menos una vez en la vida.

1 comentario:

  1. Comparto contigo mis recuerdos de Semana Santa, convencida como estoy, de que tu también compartes mi nostalgia.

    Las Semanas Santas de mi infancia tenían muchos atractivos, como la semana de pascua libre, pero también muchos misterios.

    Entre los atractivos estaba estrenar vestido y zapatos de charol negros, el domingo de ramos y por los menos jueves o viernes santos. Además eran los días en que nos engalanábamos con las pulseras, aretes y anillos que habían sido de mi abuelita o de mi mamá, y que ellas sacaban ceremoniosamente de la caja fuerte que había sido de mi abuelo.

    Había en el ambiente un halo especial de recogimiento y temor. Un olor propio se levantaba en todas partes, los vestidos rigurosamente negros de los mayores, y la seriedad del ayuno y la abstinencia, así como la ausencia de musica popular y de cines, eran conceptos que yo no comprendía.

    A mi particularmente me fascinaban las procesiones con su andar lento, acompasado, cadencioso, que hacía sonar de manera especial el pavimento de las calles. Además estaban las flores, los cirios encendidos y el incienso que emanaban un aroma casa celestial y el ruido de la matraca llamando a las celebraciones del viernes y el sábado santos.

    Eso sí los pasos y figuras religiosas tenían el poder de aterrorizarme con sus vestidos pesados, sus caras casi humanas y los ojos de vidrio que parecían tener vida propia. Todavía puedo recordar la imagen de la Dolorosa y la del Cristo aprehendido, antes de la procesión del Prendimiento.

    En ese entonces nadie salía a pasear en Semana Santa y por lo tanto, la romería por iglesias y monumentos era interminable, y a medida que estos se iban visitando, uno recibía una importante clase de religión dada por mi mamá, quien daba explicaciones a mis cientos de inquietudes, al tiempo que nos iba enseñando las oraciones de rigor como “Señor mío y Dios mío”.

    Con el correr de los años, las costumbres de Semana Santa fueron cambiando y haciéndose también más flexibles para muchos, al punto que se convirtieron en unas vacaciones obligadas y se perdió el sentido religioso y también el de unión familiar en torno a ella.

    A mi todavía me quedan muchos recuerdos, como el vestido de ojalillo blanco con cinta azul de terciopelo que me hizo abuelita y que yo estrené orgullosa una Semana Santa hace no sé cuántos años.

    Mi madre conserva aún tantos años después , la celebración del Ágape del Señor, o de la reunión del Amor. Consiste en un almuerzo especial el Jueves Sato, en torno al cual reune hijos y nietos e invita especialmente a aquellos parientes o amigos que se encuentran solos, para compartir el sentido de la comunión - Común dar-. Espero que algún día, cuando esté viejita, mis hijos continúen con esta tradición que nos ha unido alrededor de la mesa.

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